IV. La caída de Orfeo

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Esa noche el viento susurraba entre los matorrales del pequeño descampado, arrastrando hojas secas que crujían bajo las suelas de las deportivas de Fernando mientras avanzaba con pasos rápidos. Apenas había cruzado el límite entre la zona urbana del pueblo con la más rural cuando su respiración se volvió más pesada, las palmas de las manos le sudaban por los nervios.

Allí, en aquel rincón olvidado por el pueblo, las luces de las farolas eran un sueño utópico. Ajustó la mochila sobre su hombro, sintiendo el frío del anochecer acariciando su piel; con las prisas había olvidado coger una chaqueta, si se concentraba podía escuchar la voz de su madre criticando sus decisiones.

Fernando sabía bien lo que era moverse en espacios controlados, monitoreados, y siempre al alcance de alguna cámara oculta. Era difícil beber en las calles del pueblo, aunque no tanto como hacerlo al alcance de sus padres. Pero allí, al fin, se encontraba lejos de miradas indiscretas. Un pequeño rincón de libertad que había encontrado después de semanas, gracias a la ayuda de unos amigos que solían salir a hacer lo mismo.

El lugar era como se lo habían descrito: una especie de descampado, rodeado por matorrales y desechos varios —a su izquierda podía ver un neumático abandonado, más adelante había un par de zapatillas de estar por casa—, lo suficiente alejado como para que ninguno de los coches que pudieran pasar notara su presencia. No se sentía del todo seguro, el ambiente empezaba a tornarse pesado.

Miró a su alrededor, cada segundo que pasaba se acercaba más a la hora acordada con los amigos que había hecho en las redes. De no ser porque Lucas, un amigo con el que iba al instituto, los conocía, no habría salido de casa.

"Jaime", como se llamaba en redes, había creado el grupo de X donde había metido a tres chicos más. Un chico que había llamado su atención con comentarios ingeniosos y una actitud pasivo-agresiva que le daba un humor peculiar, sólo habían hablado durante un par de meses pero parecía que se conocían de toda la vida. Esa tarde, pese a que la duda le carcomía por dentro, decidió conocerlo cara a cara.

Sacó su móvil, iluminando la pantalla para revisar la hora. Aún faltaban unos minutos para la hora acordada, el reloj marcaba las siete y cuarto, el cielo había empezado a oscurecerse. Fernando sentía un nudo en el estómago, emocionado y temeroso a partes iguales.

¿Cómo será en persona? ¿Será realmente él, el mismo chico sarcástico con el que juego a altas horas de la noche? O, ¿estará Lucas gastándome una broma?

Fernando respiró profundamente y se sentó en el neumático, las piernas le temblaban ligeramente. A lo lejos, la luz suave de una linterna hizo acto de presencia. Miró la pantalla del móvil una vez más, esperando que vibrara con algún mensaje nuevo. La luz suave se acercaba rápidamente, dando la sensación de que la persona sujetándola no quería llegar tarde, pero a medida que se acercaba no pudo evitar notar que algo no estaba del todo bien.

La figura, oculta por las sombras, crecía con cada paso que daba. Era alta, musculosa, moviéndose con la seguridad de un depredador. Nada en ella podía hacerle pensar que se trataba de un adolescente, nada en ella se parecía a la foto que había visto en el perfil de Jaime.

Se levantó lo más rápido que pudo y echó a correr. El corazón le latía desbocado, luchando contra su cuerpo para huir de la situación en la que lo habían metido, mientras sus pies recorrían terreno irregular. El viento cortaba sus mejillas, lágrimas recorrían su rostro desatadas; un torrencial que impedía su visión.

Estúpido, estúpido, estúpido, estúpido, estúpido, estúpido, estúPiDo, EsTúpido, estúpidO, estÚpido, estúpIDo, estúpiDO, esTÚpido, estúPido, estúPIdo, eStúpidO, eSTúpido, EStúpido, estúpIDO, ESTúpido, estúpIdO...

La risa de Jaime lo perseguía —no estaba seguro de cuándo había empezado a hacerlo, todo lo que podía oír era su mente gritándole lo estúpido que había sido—, más cerca de lo que le gustaría. Le ponía los pelos de punta, nunca había escuchado a nadie reírse así. Ni siquiera en películas. Era un sonido grave, arrastrado, que había comenzado con una especie de jadeo entrecortado. Con ritmo era errático, explosivo, que se volvía más lento de forma casi calculada, como si estuviera disfrutando de su sufrimiento.

Oh Dios... está loco, por qué fui tan estúpido. Lo está disfrutando, me va a atrapar. No me puede atrapar, no, no, no, no.

Fernando sorteaba piedras, botellas vacías y la ocasional zapatilla, su respiración entrecortada. La mochila rebotaba en su espalda, no dudó en lanzarla hacia atrás con la esperanza de ralentizar a su perseguidor. Un gruñido a su espalda indicó su éxito pero, lejos de desorientar al hombre, éste empezó a avanzar con mayor determinación.

Corrió hacia la autovía, desesperado. Las piernas le dolían por el esfuerzo, nunca había sido una persona atlética. Pasaba todo el tiempo en su habitación, jugando en su ordenador hasta altas horas de la noche o hasta que su madre apagara el router. No había corrido tanto desde el test de Cooper, no pensó que alguna vez tendría que hacerlo.

Un coche se movía en la distancia, cada vez más cerca de ellos. Fernando decidió esprintar hacia el vehículo, adrenalina corriendo por sus venas. Tropezó con un par de piedras pero el hombre que lo perseguía no hizo amago de atraparlo, siguió avanzando sin cuestionarlo. A caballo regalado, no le mires el diente. Casi podía saborear la libertad, una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¡Ayuda! ¡Por favor, pare! ¡Necesito ayuda! —gritó el adolescente, la voz entrecortada por la falta de aire. Los pulmones le iban a estallar, apenas podía respirar—. Por favor...

La respiración pesada del hombre pasó a segundo plano hasta casi desaparecer por completo, mientras el Seat verde bajaba la velocidad. Un poco más, sólo un poco más. Fernando llegó frente al coche, estampándose contra el capó. Sus piernas fallaron ipso facto, adrenalina abandonando poco a poco su cuerpo del alivio, pero no le importó: estaba salvado.

El conductor bajó la ventanilla, una mujer treintañera con aspecto severo le hizo un gesto para que se acercara con cierta antipatía, pero su rostro se suavizó cuando lo vio.

—¿Estás bien? —preguntó con tono preocupado.

Fernando asintió débilmente, jadeando y temblando por el esfuerzo. Sin pensarlo mucho, abrió la puerta del coche cuando la mujer le hizo un gesto con la cabeza y se desplomó en el asiento del copiloto. El coche arrancó suavemente, dejando atrás al loco que lo perseguía, pero la sensación de calma se desmoronó rápidamente.

En el momento en el que se relajó por completo contra el respaldo, intentando recuperar el aliento, sintió una presión súbita y violenta en el cuello. Un brazo robusto lo rodeó desde atrás como una serpiente.

¡No! No, no, no, no... nononononono.

Intentó reaccionar, sacudiéndose y clavando las uñas en el brazo con desesperación, pero éste se negaba a ceder. Miró a la mujer, quien no había apartado la mirada de la carretera, sus ojos afilados y concentrados. La sorpresa lo paralizó, sus manos seguían aferrándose inútilmente contra el brazo que lo estrangulaba.

El coche siguió avanzando, persistentemente en línea recta, mientras Fernando se hundía en la oscuridad. Lo último que vio antes de que todo se desvaneciera fue la luz de los faros iluminando un camino desgastado por el tiempo.

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