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“No quiero irme sin saber cuándo volveré a verte,” dijo, con un tono de firmeza, aunque en sus ojos noté un destello de vulnerabilidad.Siempre había sido directo, pero esta vez era distinto.
No se trataba solo de un deseo, sino de una necesidad. Como si supiera que, si dejábamos esto al azar, podríamos perder lo que habíamos encontrado.

Me quedé en silencio un momento, pensando en cómo responder. Sabía que si le daba una fecha, un lugar, lo que estaba haciendo era más que aceptar una cita. Era abrir una puerta que podría llevarnos a cualquier parte, y ese pensamiento me aterraba y emocionaba a la vez.

“Este viernes…” dije al fin, notando cómo mi voz vacilaba pero sin dejar de mirar sus ojos. “A las ocho. En el café de la esquina. El mismo lugar de siempre.”

Él sonrió, y en su rostro pude ver el eco de esa complicidad que habíamos compartido en el pasado. “A las ocho. Allí estaré.”

Nos miramos durante unos segundos más, como si ambos quisiéramos guardar ese momento en la memoria, por si acaso. No había vuelta atrás, lo sabíamos. De una forma u otra, algo había comenzado, y ahora solo podíamos seguir adelante.

“Cuídate,” dijo suavemente, antes de dar un paso hacia atrás. Sentí un vacío cuando lo hizo, como si su presencia me hubiera dado estabilidad en un mar de emociones, pero también entendí que necesitaba ese espacio para asimilarlo todo. Lo observé caminar lentamente hacia la puerta, pero justo antes de salir, se giró una vez más y me sonrió. Esa sonrisa que había extrañado durante tanto tiempo.

Cuando se fue, me quedé allí de pie, rodeada por el bullicio de la vida que seguía a mi alrededor, pero yo estaba atrapada en el eco de lo que acababa de suceder. Las palabras que no habíamos dicho, las que habíamos compartido, y todas las que aún quedaban por decir.

Me senté en una de las sillas del café, intentando calmar mi mente. ¿Qué acababa de hacer?, me pregunté, sintiendo una mezcla de euforia y miedo. Abrir esa puerta, aceptar verlo de nuevo, significaba exponerme a todo lo que habíamos dejado pendiente. Pero por primera vez en años, no me sentía paralizada por el miedo.

Miré el reloj: aún era temprano. Tenía días antes del viernes para procesar lo que estaba pasando. Podría analizar cada palabra, cada gesto. Podría prepararme. Pero una parte de mí sabía que, cuando llegara el momento, todo eso no importaría. Lo único que importaría sería estar allí, frente a él, y dejar que lo inevitable sucediera.

Me levanté, pagué mi cuenta, y salí del café con una mezcla de emociones en el pecho. Mientras caminaba por las calles iluminadas por las luces tenues del atardecer, una sensación nueva se apoderaba de mí: la de la expectativa. Lo que fuera que nos aguardaba, ya no tenía miedo de descubrirlo.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro estaba lleno de promesas.

El Susurro De Los Amores Imposibles Donde viven las historias. Descúbrelo ahora