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Después de ese momento de sinceridad compartida, el ambiente entre nosotros cambió sutilmente. Ya no había esa tensión de lo no dicho, de las dudas que habíamos cargado durante tanto tiempo. Era como si finalmente hubiéramos dejado el pasado donde pertenecía y nos hubiéramos permitido el lujo de estar en el presente, sin cargar con expectativas pesadas.

Sonreímos, ambos, casi al mismo tiempo. Y aunque todavía había preguntas por responder, ya no se sentían como barreras, sino como partes de una conversación que estábamos dispuestos a tener, cuando fuera el momento adecuado.

“Entonces,” dijo él, relajándose en su silla y mirándome con una expresión más tranquila, “¿cómo ha sido la vida para ti en todo este tiempo? Sé que hablamos un poco el otro día, pero... quiero saber más. Quiero conocerte de nuevo.”

Esa pregunta me tomó por sorpresa. No por lo que implicaba, sino porque me recordó que, aunque habíamos compartido tantas cosas antes, ambos habíamos cambiado en estos años. Nos habíamos convertido en versiones nuevas de nosotros mismos, y si esto iba a funcionar —sea lo que fuera—, debíamos descubrir quiénes éramos ahora.

Empecé a hablarle de mi vida, de los cambios que había atravesado, de los desafíos que me habían forjado. Le hablé de mis logros, pero también de mis caídas, sin ocultar nada, porque si algo había aprendido de nuestro pasado, era que la honestidad completa era la única manera de seguir adelante.

Él escuchaba con atención, sus ojos fijos en mí, asintiendo de vez en cuando, como si cada palabra le ayudara a conectar más con esta nueva versión de mí. Y cuando terminé, me devolvió la sinceridad compartiendo su propia historia. Había tenido sus propios altibajos, caminos que lo llevaron por lugares que nunca había imaginado, y decisiones difíciles que lo habían marcado tanto como a mí las mías.

Cuando terminamos de hablar, me di cuenta de algo importante: ya no éramos las mismas personas que se habían separado. Habíamos crecido, cambiado, pero tal vez era eso lo que nos permitía estar aquí ahora, mirándonos no con la nostalgia del pasado, sino con la curiosidad del presente.

“Creo que nunca habíamos sido tan honestos el uno con el otro,” dije, mi voz suave pero firme. “Quizá eso era lo que faltaba antes.”

Él asintió, una sonrisa sincera dibujándose en su rostro. “Tienes razón. Tal vez no estábamos listos para ser tan abiertos. Tal vez antes estábamos más preocupados por lo que pensaba el otro, por no mostrar nuestras debilidades.”

Nos miramos durante un largo rato, dejando que esa reflexión se asentara entre nosotros. Había algo en esa nueva honestidad que me hacía sentir más ligera, más libre. El miedo de lo que podría salir mal ya no parecía tan grande, porque al fin habíamos aprendido que el único error real había sido no haber dicho lo que sentíamos en su momento.

“Y ahora, ¿qué sigue?” preguntó, su tono suave, pero con una chispa de curiosidad en los ojos.

Pensé un momento, pero esta vez no tenía miedo de la respuesta. “Creo que lo que sigue es lo que decidamos juntos. Sin prisas, sin presiones. Solo… viendo a dónde nos lleva esto.”

Él asintió, su expresión relajada, como si por fin ambos hubiéramos llegado a un acuerdo no verbal. Ya no se trataba de resolver el pasado, sino de construir algo nuevo, lo que fuera, a partir de aquí.

La noche continuó con risas, recuerdos ligeros y planes sin definir. Nos quedamos en el café más tiempo del que habíamos planeado, como si el tiempo ya no fuera relevante. Cuando finalmente salimos, caminamos juntos por las calles vacías, hablando de todo y de nada al mismo tiempo. Había una comodidad en su presencia que no había sentido en años, y mientras caminábamos bajo las luces de la ciudad, me di cuenta de que lo que realmente importaba era que estábamos dispuestos a intentarlo.

Nos detuvimos en la esquina, donde nuestros caminos debían separarse de nuevo. Pero esta vez no había esa sensación de pérdida, de despedida, sino de promesa. Él se inclinó ligeramente hacia mí, como si fuera a decir algo, pero en su lugar, me miró con una sonrisa cálida, una que lo decía todo sin necesidad de palabras.

“Nos vemos pronto,” fue lo único que dijo, su voz suave pero firme, llena de una certeza tranquila.

“Sí, nos vemos pronto,” respondí, sintiendo una sonrisa brotar en mis labios, esta vez sin nervios, sin dudas.

Nos alejamos lentamente, cada uno hacia su propio camino, pero por primera vez en mucho tiempo, no había un abismo entre nosotros. No sabíamos exactamente qué nos depararía el futuro, pero estábamos dispuestos a descubrirlo, juntos, paso a paso.

Y mientras caminaba hacia mi hogar, con la brisa fresca rozando mi rostro, supe que ese reencuentro no había sido un cierre. Había sido un comienzo.

El Susurro De Los Amores Imposibles Donde viven las historias. Descúbrelo ahora