El desenlace

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Tiene que decidir rápido, Aemond sabe que Jaehaera se unirá a Viserys en cuanto pueda, que se prestará para la guerra con la misma inocencia que su padre lo hizo: más como un juego que como una acción con consecuencias. ¿Está preparada? Sí; ¿Tiene el suficiente temple? También; pero esta hija suya, que no le pertenece en realidad, no puede morir de esa mísera manera.

―Vamos ―instruye, ignorando las llamaradas en el horizonte―. Al ritmo adecuado, podemos llegar a Harrenhal mañana por la tarde.

Y eso hacen, ignoran los chillidos, el ardor, las llamas y los gritos que se comienzan a escuchar después. Es posible que las llamas se extiendan por la colina, en las casas de nobles y comerciantes, en los tenderetes de los pescadores y los artesanos; es posible que, para la mañana, la Colina Alta de Aegon, sobre la que se posa el símbolo del gobierno Targaryen, no sea más que cenizas en el viento de la bahía.

Más allá, en el mar, reconoce algunas siluetas de barcos que van hacia el puerto. Los últimos leales a la corona, la guarnición de barcos que Alyn regaló a Rhaena y que, en el papel, eran leales al Consejero de las Naves, Lucerys, pero que no obedecían sino a la palabra de quien llevaba la corona. Aemond mira su pecho, donde el broche de Mano sigue sujeto. Quizá en la mañana, no sea más que una baratija, o represente a la única autoridad sobre los señores del continente. Suspira.

No puede atravesar otra guerra de sucesión más.

El pequeño Aerys necesitará un consejo, siempre que Nymor quiera que herede el trono y los otros señores se lo permitan. Un niño, con una corte Dorniense, no será bien recibido. Daenerys y Rickon serían los siguientes, pero ella es una mujer. El mismo problema con Aena y Royce, sumado a que ella es la de menos voluntad entre las dos princesas. Él mismo y Lucerys están excluidos.

Mirando hacia la izquierda, donde Naerax lleva a Jaehaera, se da cuenta que, veinte años de intentos no han servido de nada. Otra vez, y sin intentarlo, la corona rodará, manchada de sangre y pasada por el fuego, hacia los pies de su sobrina y su esposo: Los vástagos de Rhaenyra y Aegon II. Los últimos hijos de la línea directa de la vieja valyria. Los niños que crecieron escondidos de todos, arrastrando sus pies en la arena, jugando con huevos de piedra y vestidos igual, sin distinción de rango o sexo. Tiene pena por ambos, por el destino aciago que no los suelta y promete complicarse.

Deberán comprometer a Daeron y Daena. Los príncipes herederos del reino.

Jaehaera parece saber algo, pues gira el rostro hacia él y le sonríe, como lo hacía en las lejanas tardes donde Lucerys le leía a ella y Aegon pergaminos traducidos frente al fuego, cuando él dormitaba mirándolos durante largos ratos, pensando que era feliz, porque tenía una familia, por fin, luego de tantas muertes. La niña que lloró al verlo al final de la guerra, le sonríe ahora con una fiereza inusitada. La ama tanto. Espera que Aegon tenga el mismo temple para resistirlo todo.

Viajan sin pausa. Deteniéndose sólo al amanecer para permitir a los dragones descansar, el pequeño Monterix encuentra una cabra y la comparte con Naerax sin ningún problema.

―Aegon está solo ―es lo que dice Jaehaera nada más sentarse en la tierra. Solo ahora, Aemond nota que tiene el cabello revuelto y ceniza en el rostro, es una guerrera en la práctica y no solo en el porte―. Los niños deben estarse preguntando porque no estoy con ellos y porque Viserys no vuelve. Naera... dioses, casi muere en el parto, ¿qué le diré si Viserys no aparece?

Aemond recuerda bien lo que le dijeron a él sobre Alys: «La mujer y el producto en su vientre están muertos. No ha podido resistir todo esto». Ella no había podido con el miedo, la persecución, las heridas y la duda. Daenaera tiene temple, pero está en un momento débil, con solo Aegon, melancólico, como compañía.

Enredaderas y  escamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora