Era parecido a un rugido.
Aquellas voces y frases que le recitaban como un poema interminable se aglomeraban en su cabeza de tal forma que eventualmente las asoció con el vigor de un rugido proveniente de un poderoso y enfurecido jaguar que permanecía cautivo en su interior, brindándole valor y entereza ante las duras circunstancias que tuvo que tolerar a lo largo de su corta vida.
Se sabía diferente, no era necesario ser muy inteligente para darse cuenta de ello, tan sólo necesitaba verse en el reflejo del agua cristalina para percatarse que ella distaba mucho de lo que se esperaba de la raza original de la devastada Tenochtitlán.
Y, a pesar de ser derrotados y desplazados de su ciudad, muchos mexicas seguían aferrados a su antiguo sistema de vida, a sus jerarquías y rituales. ¿Eran perseguidos?, sí. ¿Obligados a crear asentamientos en los lugares más recónditos con la intención de ocultarse de los ojos de los enemigos?, por supuesto.
Pero jamás perderían la batalla en el interior de sus corazones, porque no se habían rendido, porque aún creían y estaban orgullosos de lo que eran, porque seguirían siendo los hijos preferidos de Huitzilopochtli, el dios de la guerra, el patrono de la grandiosa ciudad de Tenochtitlán y de todos los mexicas.
Fue difícil, pero entendían que la guerra estuvo en su contra, y que, por primera vez en mucho tiempo, no habían sido bendecidos con la victoria. Esa era la razón de que sus hermanos estuviesen sometidos a las exigencias del enemigo, encerrados entre grandes paredes donde pretendían enseñarles sobre los pálidos, viéndose obligados a adorar a otros dioses, instalándolo como el señor de esas tierras, cuando para ellos no era más que otro desconocido, como lo eran el resto de los pálidos llegados de otras tierras.
No tenía sentido lo que decían, argumentaban que debían tener una fe ciega en ese tal dios, pero, ¿cómo era posible que la gente no tuviera ni el mínimo asomo de vacilación? Los mexicas por lo menos tenían la naturaleza, el sol, la lluvia y los animales para legitimar la existencia de sus dioses, pero, ¿qué hacía real al de ellos?
Para Amellali eran simples creencias aplastantes.
Ellos se horrorizaban por sus rituales al no comprenderlos y no se retuvieron demasiado en llamarlos bárbaros, sanguinarios o indígenas; pero, ¿qué eran ellos sino monstruos? ¿Quién, sino ellos, vinieron a matarlos en sus propias tierras y les quitaron su libertad?
Querían cambiarlos y despojarlos todo lo que fue suyo.
Los caras pálida carecían de arrepentimiento cuando los mataban, sobre todo si se les desobedecía; pero a ellos los juzgaban, y los encontraban como aberrantes o maliciosos por actuar como lo habían hecho desde que tenían sentido de la vida, como ellos hacían ahora.
Pero ellos aseguraban tener la verdad.
Eso era enervante para Amellali y le dolía, le quebrantaba el alma ver a sus hermanos vistiendo simples ropajes que los hacía ver a todos iguales, cuando anteriormente se engarbaban con plumajes, penachos estridentes, telas en colores vivos y pinturas en el cuerpo y rostro en alabanza a sus dioses, atendiendo el canto de las caracolas que estremecían el alma al ser el llamado del mundo espiritual.
Amellali sentía que nació con el sonido revolucionario de los tambores y las caracolas en su interior, era de las que no se daban por vencidas y eso preocupaba a su padre, o más bien, al hombre que decidió ser su padre, puesto que fue él quien la rescató siendo ella un bebé, evitando que fuera devorada por la diosa Tlaltecuhtli para después expulsar su alma inocente e indefensa.
El antiguo tlamatini, maestro de los nobiliarios en el calmécac, había cometido el error de formar a esa niña en todos los ámbitos que le fue posible; desde las habilidades de un guerrero, hasta un gobernante o sacerdote. Era por eso que la joven tenía un temperamento tan audaz y un carácter tan bien formado, y podía decir con orgullo que no había nadie en esa aldea que la superase en ninguna clase de conocimientos, pero eso mismo la hacía más peligrosa, temida y, más que otra cosa, repudiada.
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Los hijos de Quetzalcóatl
Historical FictionFue un pueblo que cayó, pero que jamás se rindió. Cualquiera que haya conocido a un mexica sabría que se trataba de gente orgullosa, feroz y determinada. Eran guerreros que luchaban hasta perecer, que se aferraban a sus costumbres y a sus Dioses. Pe...