Chicuace

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La casa de la chamana se encontraba escondida entre el espesor de la diosa Chicomecóatl, quien fuera la encargada de la vegetación; uno podría pasar por ahí y jamás ver la choza que se disfrazaba correctamente entre las ramas que hicieran de paredes y las hojas que disfrazaran los techos.

Aquella noche, comieron hasta saciarse, charlaron de cosas banales y durmieron como un par de piedras, agradeciendo a los dioses por tener un techo sobre sus cabezas, un petlatl bajo su cuerpo y la certeza de encontrarse en un lugar seguro, al menos fue lo que sintieron cuando la chamana sonrío al verlos descansar uno junto al otro antes de quedarse apaciblemente dormida.

No era un hogar muy grande, tampoco tenía demasiadas cosas, pero no le faltaba nada para la subsistencia humana; contaba con dos habitaciones, en una se encontraba el fogón y los instrumentos de cocina, mientras que el otro era un lujo que no muchos podían permitirse, puesto que era un espacio exclusivo para dormir, y era ahí donde estaban los dos invitados, dejando a la chamana en el espacio más grande, donde también se cocinaba y comía.

Para ese momento, se había hecho una rutina entre ellos.

Lo normal era que Cuauhtli y Amellali despertaran primero, permitiendo que la chamana durmiera mientras ellos bajaban al lago con las ánforas y cestas vacías, listas para ser rellenadas con agua las primeras y con bayas, plantas, frutas o verduras la segunda; Cuauhtli era el cazador por excelencia, jamás regresaba con las manos vacías, mientras que la chamana era la encargada de hacer las comidas... deliciosas comidas que Amellali disfrutaba y agradecía en cada ocasión, puesto que jamás había probado bocado más delicioso.

Su tataj no era bueno en la cocina y ella sabía lo poco o mucho que él le enseñó, así que no podía decir que fuera buena, de hecho, comparada con la comida de la chamana, ella bien pudo alimentar a los perros en lugar de a los humanos, no entendía como era que su tataj logró sobrevivir tanto tiempo con sus tortillas tan gruesas como un tamal y el atole más espeso que el lodo.

Amellali ni siquiera se podía quejar de ser la recolectora oficial, aunque eso incluyera caminar bastante y levantarse temprano para salir antes que el mismo Tonatiuh, porque solía aprovechar esos momentos para aprender del guerrero que era su amigo, le gustaba observarlo cuando cazaba y solía imitar sus posiciones al momento de lanzar las flechas o golpear con su macuahuitl.

Afortunadamente, no habían tenido contacto con otro cara pálida desde que Cuauhtli asesinó con ferocidad a la comitiva de seis, pero esa suerte no los hacía bajar la guardia, porque los tres sabían perfectamente que aquellos hombres no se rendirían y podrían caerles encima en el momento menos esperado.

—¿Cómo te ha ido en el temazcalli la otra noche? —inquirió la joven, recogiendo bayas de un arbusto mientras Cuauhtli se encargaba de amarrar correctamente al animal que había cazado—. La anciana me dijo que saliste casi tan blanco como los invasores.

—Jamás me ha gustado la experiencia, pero insistió.

—¿Es que ya antes te habían puesto delante de los dioses?

—Claro, cuando quise ser guerrero.

—¿Fue tan horrible?

—Salí igual de disgustado que ahora.

—¿Es que no escuchaste nada?

—Supongo que sí, escuchas algo.

—¿En serio? —ella parecía entusiasmada—. ¿Qué cosa?

—Tú voz —la miró a los ojos—, no te callaste durante todo el rato que me encontré allí dentro, ¿no es cierto?

Amellali entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.

Los hijos de QuetzalcóatlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora