Mahtlactlionce

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Soñó con ese lugar en muchas ocasiones.

Pero ahora que lo tenía enfrente, no podía más que estar decepcionada, porque aquello no se parecía en nada a lo que venía a sus sueños cada noche, cuando los dioses entregaban sus secretos en medio de la oscuridad, desde las estrellas hasta la luna, todos conspirando para hacer hermoso el escenario que navegaría por encima de la ciudad bendecida por el mismísimo Huitzilopochtli.

Ahí ya no existía el esplendor que tanto le habían contado, que incluso había impresionado a un hombre armado de los caras pálidas como lo era el capitán Marcio Alábega.

El corazón de Amellali sufrió un fuerte dolor al ver los templos destruidos, remplazados por estructuras nuevas con cruces en lo alto de los techos. Iglesias, las llamaban de esa forma, aunque Amellali no sabía lo que significaba o por qué parecía ser más importante que lo que existió debajo de ellas en algún momento.

Era temprano, por lo que las calles seguían sumidas en el silencio, pero las puertas de esos nuevos hogares comenzaban a abrirse, dando paso a hermanos que ya no lo parecían, porque sus vestimentas eran diferentes, extrañas y muy feas, tanto así, que Amellali no pudo más que fruncir el ceño durante todo el camino.

No se consideraba especialmente afecta a los modos de vestir de sus hermanas mexicas, podía decir que jamás se le clasificó como una mujer que supiera verse bonita para llamar la atención de los hombres, pero definitivamente aquello que usaban las pálidas era horroroso y... apretado; algo le decía a Amellali que era sumamente incomodo, no se podría trepar un árbol con facilidad con esas ropas.

—Antonio, dejad a los prisioneros en su lugar de destino, lleva contigo a tres hombres y vuelve al cuartel cuanto antes.

—Sí, mi capitán.

Antonio movió las cuerdas de su caballo y siguió un camino diferente al del capitán, siendo acompañado por otros tres soldados a los cuales él no necesitó llamar, quizá porque era común que se subdividieran de esa manera.

—Al fin hemos llegado, nunca pensé que me daría tanto gusto llegar aquí —se quejó uno, dejando caer su espalda hacia atrás—. Me encantaría estar recostado desde ahora, durmiendo.

—Falta poco, Ricardo, no seáis perezoso.

—¿Perezoso yo? Si el que tomó la última guardia para cuidar a los mugrientos he sido yo —se quejó.

—Silencio —exigió Antonio—, con vuestros lloriqueos sin sentido terminaréis despertando a la ciudad entera.

—Mejor, así despiertan las chicas que pueden atenderme.

—Sois un bárbaro —negó Ricardo—. ¿Qué no quieren descanso?

—Qué mejor descanso que el que se obtiene después de...

—Llegamos —interrumpió Antonio—. Quedaos en las monturas, entregaré a los prisioneros y nos marchamos en seguida.

Antonio tomó la cuerda con la que jalaba a los mexicas y los llevó frente a unas grandes puertas de madera pesada y robusta que aseguraba que nadie saliera o entrara sin el permiso de las personas en el interior; sin mencionar que los muros eran impenetrables, sin ventanas que dieran indicio lo que se resguardaba en el interior.

—Será difícil una vez ingresen —dijo sin mirarlos—. Tenéis que acatar a todas las normas que os digan, no hagáis que os castiguen.

—¿Qué tipo de castigo? —inquirió Amellali.

—Mejor que no lo sepan, sólo... tengan cuidado, veré como sacaros de aquí lo más rápido posible.

—Eh —ella lo detuvo antes de que fuera a tocar a la puerta—.

Los hijos de QuetzalcóatlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora