Capítulo 1: Un encuentro inesperado.

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El aire era frío y espeso, como si cada inhalación quedara atrapada en el pecho de Verónica, sin soltarse del todo. La humedad le calaba hasta los huesos, haciéndola estremecer. La luz dorada de la tarde ya se había extinguido, y los últimos resplandores del sol se deslizaban perezosos sobre el paisaje, tiñendo el cielo con un velo ámbar antes de que la oscuridad lo reclamara por completo. Los árboles que flanqueaban el río permanecían en una quietud inquietante, como si guardaran secretos en cada sombra proyectada entre sus ramas desnudas.

Verónica caminaba despacio, sus pies descalzos hundiéndose en la tierra húmeda que cubría la orilla del río. Las hojas secas crujían bajo su peso con un sonido tan leve que, sin embargo, le parecía atronador en aquel silencio. Cada crujido la mantenía alerta, sus sentidos afilados por la inseguridad de estar sola en un entorno que no conocía bien. Las piedras del río eran frías y resbaladizas, y el agua serpenteaba entre ellas, mojándole los tobillos ya doloridos por la larga caminata. Con cada paso sentía cómo la piel de sus pies se tensaba, herida por el roce constante contra las piedras y la maleza.

La sensación en su pecho era más pesada que el cansancio. Una opresión, como si un hilo invisible se anudara entre sus costillas y apretara con cada pensamiento que intentaba ignorar.
Henry.
Su ausencia era un peso constante, inescapable, un eco que resonaba en cada paso. Intentaba ahuyentar la inquietud, diciéndose que él podía cuidarse solo, que no era la primera vez que desaparecía por un tiempo. Pero ese consuelo sonaba vacío. El aire a su alrededor era denso, como si compartiera su ansiedad, volviendo cada respiración un esfuerzo más consciente.

El río continuaba su curso, indiferente a sus preocupaciones, reflejando los últimos tonos dorados del día. A su alrededor, las flores blancas asomaban tímidamente entre las piedras, sus pétalos brillando con un resplandor suave, como si quisieran observar en silencio su avance. El agua, fría y clara, era un espejo que reflejaba fragmentos de un cielo que ya empezaba a apagarse. Verónica respiró hondo, pero el aire le supo metálico, como si anunciara una tormenta que aún no se revelaba. La ciudad burbuja, con sus muros transparentes, había dejado de sentirse como un refugio seguro.
Ahora, solo era un recuerdo distante, una prisión de cristal que ya no le ofrecía respuestas.

Las ramas de los árboles susurraban entre sí al compás del viento, y ella avanzaba como si temiera perturbar ese murmullo ancestral. La incertidumbre se adhería a ella como la humedad en su piel, y aunque intentaba mantener la mente en blanco, el peso de la ausencia de Henry regresaba siempre, un susurro constante en el fondo de su conciencia.

Llevaba días vagando por los bordes del perímetro, recolectando lo poco que encontraba: raíces secas, bayas dispersas, algunas setas que creía recordar no ser venenosas. Los suministros escaseaban y la falta de respuestas pesaba como una sombra sobre ella.

El aire se volvió más frío a medida que la luz se desvanecía por completo. La oscuridad invadía los rincones del bosque como un manto silencioso y sofocante. Verónica avanzaba despacio, sus pasos cautelosos sobre las piedras del río. De pronto, una luz parpadeante se encendió a la distancia, danzando en el aire. Al principio, creyó que se trataba de luciérnagas; el tono amarillo de los destellos era casi hipnótico, girando en patrones caprichosos.

Entonces, se dio cuenta. No eran luces sueltas. Esas figuras brillantes eran ojos.

Un escalofrío recorrió su piel, erizando cada vello de su cuerpo. La criatura, oculta entre las sombras del bosque, era demasiado grande para ser algo natural. Verónica apenas distinguía su forma: un cuerpo oscuro y de contornos irregulares, como si el mismo aire a su alrededor se deformara. Un movimiento sutil, lento, traicionó su presencia. Era como si la criatura se deslizara en lugar de caminar, un ser denso y etéreo al mismo tiempo. El miedo le anudó la garganta, y su corazón comenzó a martillar en su pecho como un tambor desesperado.

El Legado De Los Elementales: La Senda del HechiceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora