Prólogo

8 0 0
                                    

Un rayo se precipitó hasta la tierra, dejando tras de sí el estrépito del trueno. La tormenta azotaba los árboles con inclemencia. El destello iluminó el salón, en el que yacía un hombre, inerte en el suelo, con un hilo de saliva en su boca abierta, con una eterna expresión de angustia. Sus manos frías se encontraban en su abdomen, pues estuvieron presionándolo en algún momento. El sollozo de un niño que, desesperado, intentaba despertarlo zarandeándolo con todas sus fuerzas, resonaba en la helada y oscura morada.

Alguien estaba escuchando con complacencia a través del teléfono, que se balanceaba en el aire, descolgado a solo un metro de distancia. El pequeño lo divisó y lo tomó con ambas manos. "¡ayuda, por favor! ¡Ayuda! ¡Mi papá no se mueve!" sollozó. "¡no sé qué hacer!" 

Una voz, contestó, con la malicia en su lengua viperina. "Iré para allá. Yo te ayudaré, así que no te preocupes." 

El reloj de pie ya marcaba las tres con menos diez de la madrugada cuando el niño se había quedado sin lágrimas para llorarlo. Tenía los ojos hinchados, y se había acostado en posición fetal junto a su padre, esperando la ayuda prometida. El sonido del timbre lo tomó por sorpresa. Corrió hasta él, y abrió la puerta principal, tal como su padre le había enseñado. Un hombre, desconocido, con patillas canosas y nariz aguileña, se encontraba en la entrada, llevando consigo un paraguas del color de la noche. 

"¿tú eras el niño al otro lado de la llamada?" interrogó, siniestro. El pequeño, que se sintió intimidado por su presencia, asintió tímidamente. "¿no me conoces? ¿acaso tus padres no te hablaron de mí?" 

"no, no sé quién eres." Contestó el niño. El desconocido, entonces, se presentó entre las tinieblas de la noche. "Soy uno de los hermanos de tu difunta mamá. Yo soy tu tío." 

Con la rapidez de una sombra, el hombre se acercó al lugar del cuerpo, y palpó su cuello. Al no sentir pulso, esbozó una sonrisa malévola. El niño estaba a sus espaldas, temblando de pavor.

Se puso de pie otra vez. Y a contraluz se veía como un engendro maligno. El niño se veía a si mismo empequeñecido por la silueta voluminosa de aquel sujeto, iluminada por los relámpagos. "Es demasiado tarde, pequeño. Tu padre se ha ido para siempre." Hizo llorar otra vez al niño, que se veía indefenso ante el buitre que se acercaba a él con un aura amenazante. "Pero no temas, sobrino mío. No estás solo. La abuela nos está esperando, y tiene muchas ganas de verte."

La máscara de NápolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora