Capítulo 6: El gato y el ratón

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Entre las calles de Salerno, Adriel y Jena se escondían en el Citroën para comer. El desayuno fue una hogaza de pan rellena con algunos encurtidos y algo de carne seca. Adriel comenzaba a extrañar el café y el desayuno dulce y agradable. Pero era lo único con lo que él se abasteció para emprender el viaje.

— Ahora, ¿a dónde iremos? — interrogó Jena, degustando vorazmente su sándwich improvisado.

— Pues... — se limpió las manos con una servilleta y sacó el mapa del bolsillo interior de su abrigo. Lo desdobló y le señaló la ruta, entre cientos de confusas líneas — seguiremos esta carretera hasta llegar a Cosenza, y después, a Santa Caterina, en Regio Calabria, el punto más cercano a Sicilia.

— ¿Conducirás sin detenerte? — preguntó la muchacha, asombrada. — ¿no tardaremos demasiado?

— Para nada. — sacudió la mano. — será tal vez seis horas, en el mejor de los casos no tendremos que frenar. Casi todo el trayecto es en carreteras.

Jena parpadeó un par de veces, perpleja.

— ¿No hay una vía más rápida?

— En tren, creo. — comentó. — pero costaría más. Quiero ahorrar todo lo que pueda, no sé cuánto costará subir al transatlántico, y quisiera que tengamos dinero suficiente al llegar a américa para poder instalarnos al pisar tierra firme.

— Tienes razón. No había pensado en los precios. — la joven hizo una mueca, pensativa. Después, dio un suspiro. — demonios, debí haber robado algo del dinero de mis padres, seguro que unas cuantas libras esterlinas habrían venido de maravilla para no preocuparnos por todas estas cosas.

Después de comer emprendieron la marcha. Lo primero que hicieron fue parar en una tienda de segunda mano, en donde Jena entregó el vestido y recibió una alegre suma de dinero a cambio. Lo obtenido ni siquiera alcanzaba al tercio del costo original, pero deshacerse del vestido era suficiente para ambos. Por el camino, una imagen le hizo helar la sangre a la pareja. El rostro de Jena se encontraba impreso en periódicos y avisos adheridos a paredes, postes y ventanales. También había una imagen descriptiva de él, más imprecisa en sus facciones, pero que tenía lo esencial; una máscara a media cara, el cabello negro, largo y lacio hasta los hombros y el fedora. Emilio había metido sus sucias zarpas en la búsqueda policial.

— Mierda... – el joven maldijo por lo bajo a su mala suerte. El retrato había sido dibujado por los policías, y entregado a todas las unidades a través del fax. Aunque no era exacto, era lo suficientemente preciso para que un civil uniera cabos al verlos. El cabello largo y ligeramente ondulado, los ojos de intensa mirada, la quijada, los labios. Ambos intercambiaron miradas. – Ahora más que nunca tenemos que mantenernos ocultos, preciosa.

Jena permaneció en silencio, concentrada en su introspección. Su mirada era sumamente seria. Se encontraba buscando alternativas. Salieron de la ciudad y se mantuvieron en carretera durante un par de horas, con pequeños poblados a la distancia. Cuando el sol se ubicó en lo más alto, avisando la llegada del mediodía, su rostro pareció iluminarse. Había conseguido una idea.

— ¿Tienes un cuchillo? – preguntó la chica. Adriel se alarmó un poco, pensando que haría alguna locura.

— ¿Para qué necesitas un cuchillo? – interrogó en tono censurador, con la preocupación plasmada en el rostro.

— ¿Tienes uno o no? – insistió con una sonrisa. Adriel tragó saliva.

— Tengo una navaja en el bolsillo de mi pantalón. La traigo conmigo por si era necesario realizar algo, como cortar una soga, o abrir una lata.

Jena metió la mano en su bolsillo, poniéndolo nervioso, y la sacó. Tomó su cabello en un manojo, y Adriel se apresuró a detenerla con la mano derecha.

La máscara de NápolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora