Capítulo 2: Furtivo

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Después de una larga noche oscura y silenciosa, el alba comenzó a asomar; tenues rayos de luz entraban juguetones a través de las orillas de las largas cortinas del balcón.

Jena despertó al compás del tintineo del reloj y se halló aferrada al abrigo con fuerza, calmando su angustia con el aroma que desprendía dicha prenda.

Faltaban un par de horas para que aquel desconocido tocara su puerta. Se bañó, desayunó algo ligero y pasó el resto del tiempo arreglándose el maquillaje, peinándose, y eligiendo la ropa con ayuda de Judith — que fue informada acerca del importante evento, e iría como chaperona, por orden estricta de su padre. — y un par de sirvientas.

Cuando se puso las zapatillas, el sonido de la bocina de un auto y el aviso de un mayordomo advirtieron que el chofer de Emilio Latorre había arribado y se encontraba frente a la entrada de la mansión, cerca del borde de las escaleras: era una limusina de carbón y perla, con ruedas con una cinta blanca en la cara exterior y rines plateados.

El chofer era quien la esperaba con la puerta abierta, y nadie más. Ella se decepcionó aún más, pues creyó erróneamente que, al menos, el desconocido tendría la decencia de ir a buscarla él mismo.

Ya en el interior del vehículo, el chofer las transportó hasta el punto de reunión en el que por fin conocería a su prometido.

La misteriosa figura de Emilio Latorre estaba de pie en la entrada de un lujoso restaurante. Parecía contemporáneo con Adriel — entre los veinticinco y los veintisiete años. —, o eso supuso Jena al observar detenidamente sus rasgos. Su cabello era negro, corto y peinado hacia atrás; sus ojos marrones, la piel de color olivo, y portaba un traje formal hecho en un atelier por algún prodigioso modista, un anillo con una L en el centro en su meñique izquierdo.

Lo que más destacaba de Emilio era una larga cicatriz en su mejilla, desde el párpado inferior hasta la comisura del labio. Todo, en conjunto lo hacía tener una apariencia elegante y sofisticada, con un aura peligrosa que intimidaba a todos alrededor, incluyéndola a ella.

— ¿Tú eres Jena Chapman? — inquirió fríamente. Sus ojos parecían ventanas al infierno, con una mirada despiadada y cruel. Jena asintió con un movimiento casi robótico por los nervios.

Judith se mantenía junto a ella en todo momento, pero aunque su compañía le brindaba fuerzas, Jena no podía evitar sentirse minúscula e indefensa con este hombre imponiéndose delante como un tsunami.

En la entrada del restaurante había dos hombres grandes, custodiando. Emilio había adquirido todas las mesas ese día, y se lo presumió con voz presuntuosa y altiva.

Durante la comida, el muchacho le hacía preguntas, analizándola minuciosamente, desde su apariencia hasta sus respuestas. Algunas preguntas resultaban algo intrusivas, como el preguntarle si había tenido parejas o si, en efecto, era virgen.

La conversación, mecánica y carente de emoción, parecía un cuestionario, más que una charla casual.

Mientras contestaba — en piloto automático, pues perdió el interés cuarenta minutos atrás. —, apoyando el mentón en su mano, se preguntaba para sus adentros: "¿Podrá acabar esta ridícula cita a tiempo para reunirme con Adriel? ¿Qué estará haciendo aquel misterioso y agradable enmascarado?"

De vez en cuando, suspiraba, hastiada de estar en presencia de Emilio.

Acabado el almuerzo — que consistió en una exquisita minestrone acompañada por una copa de lambrusco. —, se dirigieron a un museo de artes, y resultó ser más interesante que ver el semblante frío y desinteresado a su pretendiente.

Jena se embelesaba mirando las esculturas de mármol y las pinturas al óleo de manos de ilustres renacentistas. Intentó involucrar a Emilio en una conversación sobre arte de forma apasionada, tal como hacía con Adriel, pero Latorre solo la miraba despectivamente y daba respuestas lacónicas, deseando que se callara.

La máscara de NápolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora