Capítulo 4: Romeo y Julieta

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Así continuaron por dos semanas, con visitas furtivas, pasionales y emotivas. La conexión se intensificaba cada noche, y los pasos no dados se tornaban en fantasías oníricas de placeres carnales, que satisfacían y torturaban a su soñador. Adriel nunca creyó que experimentaría algo así por una mujer alguna vez. En su juventud experimentó amores platónicos, pero un sentimiento jamás se había arraigado tan profundo en su alma y fundido en su cuerpo como un acero ardiente.

La tarde del domingo, los sirvientes abrieron la puerta y dejaron pasar a sus padres, cuyos semblantes regios e imponentes significaban que lo que iban a hablar era sumamente importante.

— Jena, a partir del próximo domingo te irás a vivir con los Latorre. — informó su padre, dando una bocanada a su cigarro. Ni siquiera la miraba con interés. Jena palideció al oírlo, atónita.

— ¿Por qué? — preguntó en un susurro lastimero.

— Porque tu prometido preparó una habitación para ti y nos comunicó que estaba dispuesto a dejarte vivir con él incluso antes de casarse. — le explicó, con su voz álgida como un tempano. Jena comenzó a temblar de impotencia. Un silencio se apoderó de la estancia por instantes que se antojaban eternos.

— No. — respondió por fin, temblorosa y débil.

— Perdón, no te escuché bien — reclamó su progenitora con crueldad. — ¿dijiste que no?

— No pienso ir allá. ¡preferiría morir antes que casarme con ese hombre horrible!

Su madre la abofeteó tan fuerte que le volteó la cara. Su suave mejilla se coloró de intenso carmesí, y una gota de sangre resbaló hasta su mentón.

— ¿Crees que tienes algún voto aquí? — le dijo su madre, tomándola de la ropa y poniendo sus agudos ojos de fiera en sintonía con los de Jena. — lo que tú desees no le importa a nadie. Te lo juro por Dios, que, así como yo sufrí, tú sufrirás mil veces más, engendro.

Jena empezó a llorar de la rabia y la frustración al oír las palabras de su propia madre. No porque le dolieran, pues era una de tantas cosas que ya aquella mujer había repetido hasta el cansancio cuanto la odiaba, sino porque no podía demostrarle que se equivocaba, no podía huir del destino que le impusieron.

— Si me odian tanto, ¿por qué no me mataron cuando nací? — sollozó, dejándose caer a la alfombra cuando su madre la soltó.

— Porque una mujer es una excelente moneda de cambio. La hija de un rico vale tanto como una exitosa compañía. — le contestó su padre, altivo y distante.

Jena no pudo evitar mirarlo con dolor y decepción. Nunca esperó nada de sus padres, ni siquiera respeto, sin embargo, jamás pasó por su mente el ser vista como una simple posesión material. La veían como el granjero ve a las cabezas de ganado, y nada más. Entendió entonces que la proveyeron de educación, de cultura y de finura a través de Judith tan solo para venderla al mejor postor cuando tuvieran la oportunidad.

— El sábado por la noche haremos la celebración de compromiso. Ponte hielo para que no se note eso. — Charles le señaló la cara con sus gruesos dedos, y el humo del habano salía de su boca mientras dictaba la orden secamente. — las criadas vendrán a tomar medidas para tu vestido de bodas más tarde.

Se fueron, y Jena solo pudo echarse a llorar, con su cabeza oculta entre sus brazos y el espeso cubrecama. Se negaba a casarse con ese sujeto tan cruel. Por un momento, contempló la posibilidad de morir, de cortarse las venas en la bañera y dejarlos en jaque. Pero no podía dejar de pensar en el afligido rostro de Adriel. Si ella moría, su corazón se iría con ella. Lo creía capaz incluso de atentar contra sí mismo también. No deseaba que esa alma noble muriera por ella.

La máscara de NápolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora