Capítulo 11 - Mirei Rapsen

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―¡Adjudicado! Por dieciocho áureos, el vigésimo lote pasa a ser propiedad de nuestro patrocinador número treinta y dos ―confirmó el presentador de la subasta tras ver que no había más palas en el aire―. ¡Enhorabuena por su adquisición!

―¡Y esto concluye la primera parte de la subasta! ―anunció la mujer―. Si lo desean, pueden disfrutar de unos cócteles y postres, cortesía de la casa, en la sala contigua mientras nuestro equipo comienza a preparar los lotes restantes.

Aunque mi estómago estaba totalmente a rebosar, la palabra «postre» me hizo levantarme como un resorte, y parecía que no era la única que había tenido esa reacción, ya que la sala se desalojó como si en lugar de músicos, el escenario estuviera lleno de personas avisando a gritos de un incendio. Solo quedaron en la sala algunos de los ganadores de las pujas celebrando (e incluso probando, en algunos casos) sus nuevas adquisiciones y algún que otro noble demasiado beodo para mantenerse en pie.

El ambiente en la otra habitación volvía a ser una copia a carboncillo de lo que habíamos visto en el mirador del jardín: un montón de ricachones hablando sobre dinero, empresas e inversiones. Algunos intentaban compartir algunos consejos prácticos sobre la subasta, pero eran tan poco intuitivos que me perdí a la mitad del diálogo.

―Voy a estirar las piernas ―avisé a Rory―. Si quieres que te traiga algo, es el momento para pedirlo. Tienen la coctelera calentita, por lo que parece. Menudas peripecias se marcan.

―¿Después de tanto vino? ―Pude atisbar un pequeño bostezo antes de que se tapara la cara con elegancia―. Salvo que tengan una de esas cafeteras de motor de vapor como la que han vendido por cincuenta áureos en la barra, creo que pasaré.

―Cincuenta áureos es una burrada por un cacharro así, pero... ―Intenté hacer cálculos mentales―. Conseguir un funcionamiento óptimo y que los circuitos de vapor se mantengan ajenos entre sí sin desestabilizar la temperatura es bastante complicado, pero no creo que todo el invento costase más de seiscientos argentos. Solo están pagando las piedras engarzadas.

―Un engañabobos es lo que es, ya te lo digo yo ―farfulló como un anciano―. Que sí, que es una maravilla tecnológica, pero lo que estaban comprando no era más que una escultura glorificada.

―Entonces, ¿una copita? Invita la casa.

―Creo que pasaré. ―Ondeó el brazo―. Con que uno de los dos llegue a casa como una cuba es suficiente.

Tras soltar una sonora carcajada (que, sin duda, alertó a varios de los nobles que nos rodeaban) decidí marchar a la barra y pedir un cóctel. Tenía la oportunidad de disfrutar de los lujos de la alta cuna por un día, y no iba a inhibirme. Como no tenía muy claro qué pedir, la barman decidió sorprenderme con una mezcla de granadina y licor de acireza. Y, para maridar, un pastel de nata.

Menudo tren de vida.

―Te encontré, Mirei ―susurró una voz en mi oído mientras hincaba el diente al postre―. ¿O prefieres que te llame por tu título nobiliario inventado? «Duquesa de Kaegsord». Me gusta ese nombre, ¿de qué libro lo has sacado?

Podría decir que razón por la que me quedé helada en el sitio fue la sensación de peligro, como uno de esos animales que se quedan totalmente quietos cuando ven que un enorme ómnibus se acerca inexorable. Sin embargo, eso sería faltar a la verdad. Lo que me heló era algo mucho más mundano, si bien difícil de justificar: que una voz tan extrañamente sugerente intimara con mi oído hizo que se me erizara el vello.

Sentir el aliento de alguien amenazándote era esa yuxtaposición de lo simple y lo extrañamente retorcido que mi mente se quedó traqueteando durante unos elongados segundos. En ese tiempo, razonó la situación. Sabía perfectamente qué (o a quién) iba a encontrarme a mis espaldas. Y eso me volvía un poquito más reticente a girarme, si cabía.

Alquimistas del Diluvio EstelarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora