Prólogo: Sombras del pasado

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Las noches eran siempre igual de frías y silenciosas. Cuando la luna se asomaba en el cielo y la aldea dormía, Kraft caminaba de regreso a casa en un manto de soledad. Los ecos de risas distantes se apagaban en el aire, mientras la sombra de la noche ocultaba el rastro de las lágrimas que a veces resbalaban por su rostro. Sabía que, en el fondo, la oscuridad era una vieja conocida, un refugio de amargura y promesas rotas que le había dado la vida en su primera y única lección: el amor, cuando es frágil, duele.

Nacido de una unión que no duró más que un suspiro, Kraft apenas alcanzó a sentir el calor de un padre. Aquel hombre se había desvanecido como una niebla al amanecer, dejándolo en manos de una madre cuyo amor y fortaleza serían la única ancla que mantendría al pequeño medio elfo unido al mundo. Su madre, una curandera de humildes orígenes, era la única en la aldea que veía más allá de su naturaleza híbrida. Era ella quien, con manos temblorosas pero firmes, le enseñó a sanar, a querer con compasión, y a confiar en la bondad oculta, incluso cuando esta parecía enterrada bajo un peso inmenso.

Sin embargo, la realidad de la vida no compartía la misma benevolencia. Crecer entre humanos, cuando se llevaba en la sangre la chispa de otro mundo, no era un regalo; era una sentencia. Los niños del pueblo lo evitaban, algunos en silencio, otros a gritos. Los insultos, los empujones, y las miradas llenas de repudio eran parte del aire que respiraba. "No pertenezco aquí", pensaba muchas veces en sus noches de vigilia, mientras recordaba las palabras susurradas de su madre: "Los golpes de la vida son pruebas de fuerza, hijo. A veces el valor no está en devolver el golpe, sino en aguantarlo, en resistir sin perder el alma".

Y Kraft resistía. Día tras día, se levantaba y recorría la aldea con la cabeza alta, aunque la soledad se aferrara a su pecho como una segunda piel. No había nadie más que él, su madre, y su voluntad de convertirse en alguien que pudiera sanar, que pudiera aliviar el sufrimiento de los demás. Se dedicó a ser el clérigo del pueblo, un sanador dispuesto a darlo todo por aquellos que necesitaban ayuda, aunque muchas veces no le devolvieran ni una mirada de gratitud.

Con el paso de los años, el dolor de la exclusión se volvió soportable, pero nunca dejó de doler. Las noches eran las peores, y en ocasiones, el peligro se transformaba en algo físico. Grupos de aldeanos ebrios y resentidos, aquellos que le veían como un intruso, lo esperaban al final del camino para descargar en él su frustración. Kraft se dejó golpear, noche tras noche, sin levantar un solo dedo en su defensa. No quería hacer daño, no quería herir ni ensuciar el nombre de su madre y la compasión que ella le había enseñado.

Uno de los pocos rayos de luz que cruzaron su vida fue aquel elfo, su primer amigo verdadero, que un día llegó herido a las afueras de la aldea y que Kraft sanó. Pasaron muchos atardeceres juntos a las afueras de la aldea, ambos huérfanos de padre, hablando de sus sueños y de sus deseos de encontrar algo más allá del dolor y la pérdida. Pero, como todo en la vida de Kraft, esta pequeña luz también se extinguió. Tras un mes de ausencia, Kraft se embarcó en buscar a su amigo en el pueblo vecino. Y descubrió, que los semi elfos que habitaban este pueblo también lo miraban con desprecio, pues Kraft se había criado entre humanos. Cuando Kraft encontró a su amigo entendió lo sucedido, su madre se estaba muriendo. La enfermedad de la madre de su amigo fue una prueba imposible. Kraft, angustiado y desesperado, hizo lo imposible por salvarla, y, en su intento, sintió cómo el mundo se resquebrajaba bajo sus pies cuando la enfermedad le arrebató a aquella madre y, al mismo tiempo, a su amigo...Pues este desapareció horas después de la muerte de su madre.

Después de esa pérdida, el destino no le concedió tregua. Poco después, su propia madre enfermó, y Kraft tuvo que vivir la misma agonía que había presenciado en su amigo. La vio apagarse día a día, perder la sonrisa de su rostro y aunque su madre rezaba a Mishakal con fervor, rogando por un milagro, la muerte la reclamó. Ese momento fue el quiebre final; una soledad abismal se apoderó de su corazón.

Para Kraft, la vida se convirtió en un sendero sombrío, uno en el que cada paso era una lucha contra el peso de la existencia misma. Sobrevivió, porque su fe le dictaba que debía hacerlo, pero el dolor nunca se disipó. Durante años vagó, buscando un propósito, alguien que necesitara de su ayuda o alguna señal de que, en algún rincón del universo, su madre lo observaba, y que Mishakal la sostenía.

En esta noche fría y sin estrellas, el eco de su soledad resuena más fuerte que nunca. Sabe que, aunque las cicatrices de su pasado son profundas, no son más que sombras de una verdad más grande. Porque la verdadera fuerza, aquella que define su vida, es la que surge no del odio ni de la ira, sino del amor, del sacrificio, y de la esperanza de que, algún día, encontrará paz.

Con la última lágrima que cae sobre la tierra que tanto le ha dado y tanto le ha quitado, Kraft se levanta. La luna, que lo ha acompañado en sus noches más oscuras, ilumina su rostro cansado pero decidido. Ha llegado el momento de salir, de buscar su propio destino y demostrar que, aunque el dolor lo ha moldeado, el amor y la esperanza son las luces que guiarán su camino.

Dragolance: El Diario De KraftDonde viven las historias. Descúbrelo ahora