Capítulo 4. DENTRO DE LA CASA.

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La casa era por dentro tan destartalada y vieja como por fuera. Los muebles eran todos antiguos y una gran lámpara de araña colgaba en el recibidor. Una escalera en espiral tapizada con una alfombra roja comunicaba la planta baja con el primer piso. Dentro solo la luz de una lámpara de pie iluminaba una de las estancias, la que había a la derecha en el recibidor, que era el cuarto de estar. Así pues, la penumbra invadía el recibidor y apenas llegaba luz a la planta superior.

-Seguidme- les dijo aquella persona. - Y dejad ahí vuestros móviles- y les indicó una mesita al pie de las escaleras.

Los chicos le siguieron y fueron depositándolos en la misma conforme pasaban junto a ella para luego ir subiendo los escalones, mientras curiosos, iban mirando a un lado y a otro.

Al llegar al último escalón, vieron un largo pasillo. Estaba completamente a oscuras.

Entonces el fantasma encendió la luz para iluminarlo. A ambos lados del mismo se encendieron unas lámparas a modo de tulipas. Sin embargo, la luz de las mismas no era excesiva, quedando el ambiente con la luz leve.

Siguió aquel adentrándose por el largo pasillo y los chicos en silencio tras él. Y así lo hicieron hasta llegar al final de aquel. Entonces el hombre bajo la sábana se detuvo y entró en la habitación del fondo.

-Pasad- dijo en voz baja con tono grave.

Los tres chicos fueron entrando de uno en uno a la habitación. Todo en ella era antiguo, como de otra época. Los muebles de madera robusta y lacados en un tono oscuro. Un amplio ventanal con barrotes y con una cortina de terciopelo rojo que casi impedía el paso de la luz desde el exterior. Una lámpara de pie en uno de los rincones de la habitación, un gran armario, una mecedora junto a la ventana, una mesilla de noche en la que había una lámpara de aceite, sin duda encendida en previsión de que la tormenta pudiera dejar sin luz al vecindario, y una silla al lado de la cama eran el resto de enseres que adornaban aquella estancia. Y en el suelo una gran alfombra roja que cubría casi toda la superficie de la misma.

La cama tenía un gran cabezal y dos barrotes enormes en el piecero.

Y en ella, postrado, un anciano entubado a una máquina a través de la cual respiraba.

Los chicos quedaron impactados ante aquella visión.

-Este es el fantasma que habíais venido a ver, ¿verdad?

Los chicos no se atrevieron a responder. En ese momento, la persona bajo el disfraz comenzó a tirar de la sábana que lo cubría hasta quitárselo por completo. Debajo de la misma, apareció un hombre de unos setenta años con el pelo canoso y cara afilada. Ojos negros, nariz aguileña, pómulos hundidos y largas orejas.

-Yo soy el sobrino del Señor Edevane. Vine hace unos meses a cuidar de mi tío, que está en sus últimos días de vida.

Los chicos seguían en silencio. No sabían qué decir y dejaron que aquel hombre siguiera hablando.

-Sé que, en este vecindario, todos han culpado a mi tío de la desaparición de aquel chico hace ya más de veinte años. Mi tío ha cargado desde entonces con aquella culpa y es por eso que vosotros habéis venido esta noche aquí.

Esperabais ver un fantasma o tal vez un monstruo, pero mi tío no es ni lo uno ni lo otro. Es solo un anciano que ha vivido muchos años bajo el ese estigma por el mero hecho de ser algo excéntrico y poco sociable.

Los chicos agacharon la cabeza. Estaban avergonzados y arrepentidos al escuchar aquellas palabras y ver delante de ellos al pobre Señor Edevane a punto de morir. ¡Qué crueles habían sido! Habían ido allí en busca de emoción, de pasar una gran noche de Halloween yendo a la casa de aquel a quien creían un monstruo que devoraba niños y se habían encontrado con un anciano a punto de morir.

-Permitidme que os deje un rato a solas con él. Necesito bajar a por su medición. La necesita para que sus últimos días sean lo más plácido posible.

Y abandonó la estancia entre el silencio de los niños.

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