Las gotas de lluvia repiqueteaban contra el alféizar de la ventana con fuerza, estallando y mojando el limpio cristal, difuminando los coloridos paisajes visibles desde el piso donde vivían Martin y Chiara.
Era sábado, uno de los días favoritos de padre e hija. La pelinegra correteaba por el salón, simulando que sus aviones de juguete volaban de verdad. Por su parte, el progenitor estaba centrado en su ordenador portátil, realizando unos trámites importantes. Su labio inferior se encontraba entre sus dientes inconscientemente fruto de su concentración.
Sintió como el sofá se hundía a su lado, y sin necesidad de apartar la mirada supo que era su hija al oler el champú de cereza que utilizaba a diario.
-Aita.- reclamó la pequeña.
El vasco no tardó ni medio segundo en dejar lo que estuviera haciendo para observar a su niña.
-Es que me aburro.- se quejó con voz lastimera haciendo pucheros.
Martin sonrió con ternura y apartó el ordenador a un lado, decidiendo que todo el papeleo podía esperar y se centró en buscar algo que entretuviera a Chiara durante al menos unas horas.
-¿Qué te apetece hacer?- le preguntó el mayor.
La niña torció sus pequeños labios, pensativa.
-¿Quieres jugar a los coches?- probó el progenitor.
-No, con tía Rus es más divertido.- se sinceró ella.
El vasco emitió una pequeña carcajada ante la confesión, pero asintió dándole la razón. Nunca se le habían dado bien los juegos de correr de aquí para allá, él era más bien tranquilo y prefería hacer otro tipo de cosas.
-¿Pintar?
-¡Es que no me quedan colores de purpurina!- exclamó triste la pequeña.
Martin le acarició la espalda al recordar la pataleta que le había dado a Chiara la noche anterior al observar que todas sus ceras repletas de purpurina se habían terminado después de un mes entero gastándolas. El progenitor le prometió que pronto le compraría otras nuevas una vez se hubo calmado.
Las opciones para entretener a su hija disminuían. Afuera llovía con fuerza y no parecía que fuera a parar pronto para prometerle que ambos darían un paseo. Descartó la idea de ver cualquier serie o película ya que sabía que la pelinegra querría cambiarla a los cinco minutos.
El bote que pegó su hija a su lado cortó todos sus pensamientos. Los ojos verdes de la niña brillando con entusiasmo, haciéndola ver aún más pequeña de lo que era.
-¡Ya sé! ¡Vamos a cocinar!- gritó elevando sus dos brazos.
El vasco no quería decirle a la ojiverde que no era buena idea debido a sus pésimas habilidades culinarias. Le daba pena destrozar aquel rastro de ilusión y felicidad que la había invadido, pero no tenía mucha idea de cocinar algo más allá de las comidas típicas.
De repente, una idea cruzó su mente como una estrella fugaz, asentándose en lo más profundo de su corazón.
Juanjo sabía cocinar muy bien, y Martin lo sabía debido a todas las veces que el zaragozano había presumido todo tipo de platos cocinados por él. Una pequeña sonrisa inconsciente afloró en sus labios al pensar en el mayor.
Hace unos días que el progenitor y el profesor quisieron llevar su relación un paso más allá. Ambos habían acordado que poco a poco Juanjo se fuera introduciendo en la vida de Chiara como algo más que su simple profesor de la escuela. La futura pareja quería formalizar poco a poco todos esos sentimientos que los invadían cada vez que se veían, y por ende debían empezar a mostrarse como tal ante la gente.
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Entre nervios y colores
FanfictionJuanjo lleva ocho años trabajando como profesor en un colegio. Martin es padre desde hace siete años.