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Conocí a Tadeo en verano. Nunca había tenido mucha relación con mis vecinos, aunque formaba parte de una gran comunidad, mi familia y yo solíamos ir a nuestra bola.

Ese día fui a la piscina por primera vez en tres años. Él vino un rato más tarde, y no tardé en quedar prendado por su aspecto. Era un chico muy alto, de pelo rubio tirando a oscuro y ojos marrones. Yo, que estaba leyendo sobre la toalla, prestaba más atención a él que al libro. Se quitó la camisa, y me mordí los labios inconscientemente. Tenía un físico envidiable, un buen pecho y una tableta algo marcada.

En ese instante, mi vecino me vio, yo quité la mirada lo más rápido que pude.

Pasó el tiempo, no nos volvimos a ver y yo me olvidé de él. Mi mente y mis fantasías se llenaron de otros chicos a los que veía con más frecuencia. A mis 18, era un manojo de hormonas. Solo tenía que ver más de la cuenta en mis compañeros para que mi imaginación volara.

Todo esto cambió cuando mi padre y el de Tadeo se hicieron amigos. Su padre se apuntó al gimnasio, y como mi padre siempre iba, se conocieron. Unas semanas más tarde, a finales de diciembre, organizamos una cena en su casa. Allí conocí más a Tadeo, que se había dejado crecer barba y bigote. El chico tenía 22 años, estaba cursando enfermería en la universidad, y por lo visto, le iba estupendamente.

Cuando tocó hablar de mí, mis padres contaron que estaba cursando el último curso de Bachillerato. Durante toda esa conversación, Tadeo me estuvo mirando. Yo traté de ignorarle, pero ya mi corazón se había acelerado.

Luego, su padre habló de su afición por la lectura, y de que tenía una gran colección de libros en el garaje. Yo comenté que también me gustaba leer, y la cara de mi vecino se iluminó. Me invitó a su casa para echarle un vistazo a sus libros, invitación la cual acepté.

Esa misma noche decidí que iba a intentar tener algo con Tadeo.

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