Capítulo 7

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Entrar en el hogar de los Song era como volver a casa, claro que no a una que hubiera conocido antes. Me recibió el señor Yunho, que se estaba acomodando la corbata. Sus dos hijas pasaron corriendo a su lado y se abalanzaron sobre mí. Las abracé y las alcé.

– ¡Wooyoung! – exclamaron al unísono – ¡Te echamos de menos!

– Hola, chicas – dije sin aliento – ¡Yo también las extrañé!

– ¿Te gustan nuestros disfraces? – preguntaron al tiempo que las ponía en el suelo y modelaban sus atuendos, haciendo un gracioso giro.

– Soy una abeja – me explicó Byun, mostrándome su falda de tul negro.

– Y yo soy una princesa – brincó Byul repetidas veces para captar mi atención.

– Están fabulosas, niñas. Son los mejores disfraces que jamás haya visto, no las reconocí hasta que escuché sus voces.

Se me abalanzaron una vez más, empujándose mutuamente para estar más cerca de mí. Aunque solo tenía dos años, Byun se defendía muy bien contra su hermana de siete.

Tropecé con lo que pareció ser una Barbie. Bajé la vista. Si, en efecto. El señor Song cerró la puerta cuando entré.

– Gracias por venir, Wooyoung. Me han estado volviendo loco todo el día preguntándome cuándo llegabas.

Dejé mi bolso cerca de la entrada, cargando con las dos niñas.

– Por nada del mundo me perdería de estar con mis cachorritas preferidas.

– Estoy listo. Busco a Mingi y nos vamos. Tuvimos una crisis menor hoy, el triturador de la cocina se rompió – declaró, con una mirada a su hija mayor – Es posible que Byul haya querido desechar unas canicas en él.

El rostro de Byul enrojeció. Froté su pequeña espalda, reconfortándola.

– Vamos, pasa – invitó el señor Yunho con un gesto – preparé pasta y tengo un pan de ajo en el horno.

– Huele delicioso.

– Gracias, es una receta de mi madre – me informó por encima del hombro – seguro que Mingi estaría feliz de quedarse y comer eso en lugar del menú de cinco platos de su amigo el chef.

Aun sin el delicioso aroma del ajo, la carne y los vegetales, la vieja casa de campo de los Song siempre olía bien, como a vainilla y a sábanas recién lavadas.

Con Byun y Byul aún colgadas de mí y sus piernecitas delgadas enroscadas a mi cintura como si fueran una hiedra, logré atravesar la sala sin pisar más juguetes.

Seguí al señor Yunho hasta la cocina, donde su esposo estaba de pie observando a un hombre metido con medio cuerpo dentro del gabinete debajo del fregadero. Sus largas piernas, enfundadas en jeans, ocupaban casi todo el suelo de la cocina, y a su alrededor había toda clase de herramientas.

– Mingi, tenemos la mesa reservada para dentro de cuarenta minutos. Debemos irnos, deja que San se vaya, ya ha hecho demasiado.

Sentí un vacío en el estómago.

¿San? Miré las piernas que sobresalían del gabinete, su cara estaba fuera de mi vista, pero pude ver cómo el conocido tatuaje se estiraba sobre su bíceps y el antebrazo mientras trabajaba.

Mis labios vibraron con el recuerdo de su boca besándolos y tuve que recurrir a todo mi autocontrol para no tocármelos. El señor Mingi miró a su esposo con ojos suplicantes y señaló al fregadero; a San, en realidad.

– Casi hemos terminado.

– ¿Hemos? – preguntó el señor Yunho haciendo un esfuerzo por no reír – qué descaro. Tuvimos que pedir refuerzos, Mingi es contador y no es hábil para las reparaciones.

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