Capítulo 1

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Siempre he sabido lo que quería. O, mejor dicho, lo que no quería.

No quería que se repitiera jamás las pesadillas que me atormentaban.

No quería volver al pasado y vivir con el temor de que el suelo se abriera bajo mis pies. Lo he sabido desde que tenía doce años.

Pero es curioso cómo aquello de lo que huyes encuentra la manera de alcanzarte. Cuando menos lo esperas, aparece de la nada, te da un golpecito en la espalda y te desafía a que mires por encima de tu hombro.

Hay momentos en que no puedes evitarlo. Debes detenerte. Tienes que dar la vuelta y mirar.

Debes soltarte y rogar que la caída sea leve. Rogar que, cuando todo haya pasado, continúes entero.

El humo escapaba de a borbotones del motor de mi automóvil envolviendo la noche oscura en una niebla gris. Le di un golpe de pura frustración al volante, maldije y me detuve a un lado de la carretera.

De un vistazo, comprobé que el medidor de la temperatura estaba al rojo vivo.

– Mierda, mierda, mierda – dije y apagué el motor con un gesto brusco de fastidio como si eso fuera a evitar, milagrosamente, que el vehículo siguiera recalentado.

De un manotazo recuperé mi celular del portavaso, salí a la más que fresca noche de otoño y me alejé. No sabía nada sobre mecánica. Pero había visto suficientes películas de las que el automóvil explotaba instantes después de aparecer el humo. No correría ese riesgo.

Miré la hora en mi teléfono. Las once y treinta cinco. No era demasiado tarde para llamar a los Song y pedirles que vinieran a buscarme para llevarme a la residencia universitaria. Pero en este caso, tendría que dejar el auto abandonado allí y ocuparme de rescatarlo al día siguiente. Tenía un millón de cosas que hacer. Era mejor resolver el asunto ahora.

Contemplé la noche tranquila a mi alrededor. Los grillos cantaban suavemente y el viento susurraba entre los árboles. El camino estaba desierto.

Los Song vivían en las afueras, en una casa bastante grande. Cuando salían, me llamaban para que cuidara de sus niñas y a mí me encantaba hacerlo. Era una agradable alternativa al bullicio de la ciudad. La vieja casa tenía ese aire de hogar verdadero, vívido y cálido, de suelos de madera antigua y, en esta época del año, leños crujiendo a toda hora en la chimenea de piedra. Podría haber sido parte de una pintura de Norman Rockwell. El tipo de vida que yo soñaba tener algún día.

Pero no me hacía nada de gracia estar tan aislado en este camino rural. Me froté los brazos sobre la delgada tela de las mangas de mi camiseta y lamenté no haber traído un abrigo antes de salir. Estábamos a principios de octubre, pero ya había empezado a hacer frío.

Observé con desaliento a mi auto envuelto en humo. Con un suspiro me dispuse a pedir una grúa en el directorio de mi celular. A la distancia vi los focos de un vehículo que se aproximaba en la noche y entre en pánico. Sin saber qué hacer, como siempre ocurría en situaciones de riesgo, dejé que me invadiera el deseo de esconderme. Era un instinto primitivo, pero conocido.

La escena contaba con todos los ingredientes de una película de terror. Un muchacho solo. Un camino solitario en el campo. En cierta ocasión, yo había sido él protagonista de mi propia película de terror y por nada del mundo quería repetir esa experiencia.

Me aparté del camino y me paré detrás del coche. No estaba escondido, exactamente, pero al menos no quedaba expuesto como un blanco fácil. Fingí estar concentrado en mi celular como si, al simular que no lo miraba, pudiera lograr que el conductor del auto no me viera. Ni a mí, ni a la pila de metal humeante a mi lado.

Juego Previo - SanwooDonde viven las historias. Descúbrelo ahora