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Cuando dio un paso al frente, yo di otro atrás y grité:
—¡No te me acerques!
Frunció el ceño y alzó las manos.
—¿Qué diablos te pasa?
Miré a mi alrededor desesperadamente, buscando algo que pudiese servirme de arma por si acaso decidía atacarme.
—¿Qué hago aquí?
—¿No te acuerdas?
De repente, sentí ganas de tirarme del pelo.
—¿Acordarme de qué?
Se le oscureció el rostro, como si estuviera pensando en algo desagradable.
—Anoche, un cerdo estuvo a punto de llevarte con él y seguramente violarte. Yo te salvé.
Me quedé boquiabierta.
—Y vomitaste todo mi coche. —Hizo una pausa—. Dos veces.
—¿Vi... violarme? —Mis recuerdos eran borrosos, pero sí que me acor-
daba de haberme resistido a los acercamientos de un tipo. Pero ¿y si era él?
Asintió, mirándome fijamente. El modo en que sus ojos me observaban hizo que aflorara otro recuerdo. Una voz grave y masculina que murmuraba: «Llevo toda la vida buscándote...». Sacudí la cabeza
para aclararme las ideas y le lancé una mirada furiosa:
—¿Y cómo sé que no eras tú el tipo que quería violarme?
—Vamos —resopló, poniendo los ojos en blanco—. No me hace falta forzar a ninguna chica para acostarse conmigo.
Se apoyó contra una barra desayunadora y cruzó los brazos por delante de su impresionante torso, mientras me observaba con la cabeza inclinada a un lado.
—Gracias —musité, pero todavía desconfiaba. Cuando te crías en una zona peligrosa, lo natural es desconfiar, y eso era lo que me pasaba a mí
—. No me acuerdo de nada de lo que pasó anoche.
—Estabas borracha —me aclaró.
—Esa parte creo que sí la recuerdo.
—¿Y no tienes resaca?
Dije que no con la cabeza.
—Increíble —dijo, impresionado.
—Mira, si no te importa devolverme los zapatos, puedo quitarme de en medio enseguida.
—No tan deprisa.
—¿Qué? —Sobre una mesa a metro y medio de distancia había una lámpara que podía usar para defenderme.
—Vomitaste en mi coche, y resulta que hace muy poco que me lo compré.
«Ah, ya», pensé, mordiéndome el labio.
—¿No tienes un padre rico? —Hice un gesto, señalando el lujo que nos rodeaba.
—. ¿No puedes pagar a alguien para que lo limpie?
Alzó las cejas de repente.
—¿Vas a hacer que sea otro quien limpie tu propio desastre?
Apreté los dientes.
—¿Qué quieres de mí?
Se sentó en la mesa de un salto, mostrándome su cuerpo en toda
su gloria. Tragué saliva. Al menos llevaba puestos unos pantalones deportivos.
—¿Tienes adónde ir cuando te vayas de mi departamento? —preguntó.
Había una cesta llena de manzanas sobre la mesada, junto a él. Alargó la mano para agarrar una. Qué afortunado era por tener comida a su disposición siempre que quisiera. No tenía que tener miedo de pasar hambre... ni de quedarse sin techo.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Me voy a casa. —No tenía ni idea de dónde iba a ser mi casa, pero eso él no lo sabía.
Lanzó la manzana hacia arriba, la agarró y la volvió a lanzar.
—¿Y eso dónde está?
Sentí cómo el estómago me rugía silenciosamente de hambre.
—No es asunto tuyo.
—Bueno, anoche te salvé la vida, solo quiero asegurarme de que no he malgastado mi tiempo contigo.
Anoche te pregunté dónde vivías y me dijiste que no tenías casa. Y, la verdad, ahora mismo tienes pinta de que te acaban de robar tu último dólar.
—Me quedé boquiabierta
—. Ya me has oído —insistió. Volvió a colocar la manzana en la cesta y a cruzar los brazos. ¿Estaba haciendo
ejercicio mientras hablaba conmigo?
—¿Por qué te importa tanto? pregunté.
Tardó un momento en responder.
—¿De verdad tienes adónde ir?
Y con el tono amable y compasivo de su voz tuve suficiente. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, pero, evidentemente, mi despliegue de emociones lo hizo sentir incómodo, porque saltó de la mesa y abrió la puerta de la heladera.
—Toma —dijo en voz baja mientras me pasaba una botella de agua.
Intenté darle las gracias, pero no me salía la voz. Cuando alcé la vista, se
estaba alejando de mí
—. Eres consciente de que apestas, ¿verdad?
Me empecé a reír. Me reí con tantas ganas que tuve que sentarme en el suelo para no caerme de boca. Y entonces me puse a llorar. Debió de
pensar que estaba loca.
—¿Por qué no te quedas durante unos días? O todo lo que necesites.
Hasta que encuentres un departamento.
Me quedé tan anonadada que no pude hacer otra cosa que mirarlo fijamente. Se encogió de hombros.
—Sé darme cuenta de cuándo una persona está en problemas —dijo.
¿En problemas? Levanté la vista hacia él. Odio tener que mirar hacia arriba cuando estoy hablando con alguien, así que me puse de pie.
Seguía siendo más alto que yo, y eso me irritó todavía más.
—Mira, querido, puede que sea una sintecho, pero no por eso voy a aceptar tu caridad.
—¿Y adónde vas a ir? ¿A un albergue? Escúchame...
Número uno —alzó un dedo a la altura de mi cara—: vivo solo, así que tendrás el placer de disfrutar de mi única compañía. Número dos -levantó otro dedo—: aquí estarás más segura porque estoy yo para protegerte. Y
numero tres —alzó un dedo más—: despierta, por favor. ¡Es alojamiento gratis!
Entorné los ojos. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
—¿Por qué quieres ayudarme? —La vida me había dado suficiente para aprender que en este mundo nada era gratis.
Abrió la boca para responder, pero no dijo nada. Entonces movió la cabeza a un lado y otro.
—No lo sé.
Vivir con Min Yoongi. En ese departamento enorme. Gratis.
Eso, o ir a un albergue o vivir en la calle.
—No pienso ser tu prostituta.
Parecía sentirse insultado.
—Mira, querida, una prostituta es algo que no voy a necesitar nunca. ¿Es que no me has visto? ¿De verdad crees que necesito una?
Además —añadió sonriente—, cuando decidas acostarte conmigo, serás tú quien me pague a mí.
Wow. Un ego de ese tamaño debía de provocarle un dolor de cabeza constante. Lo miré con asco e hice como que bostezaba.
—Qué interesante es todo lo que sale de tu boca. No sé por qué bostezo todo el tiempo.
Abrió todavía más esos sus ojos y me miró fijamente. Pensé que esta vez lo había molestado de verdad, pero entonces pasó algo de lo más inesperado. Se empezó a reír.
—Me caes bien —dijo entre risas—. O sea, estás buenísima, pero
no pensé que hubiera nada debajo.
¿Acababa de insultarme?
—Te estoy ofreciendo una salida a tu miseria. ¿Por qué no la aceptas? -continuó, y se tapó la nariz con los dedos—. ¿Y podrías ducharte, por favor? Eres muy guapa, pero no voy a pasar tiempo con una chica que huele como una alcantarilla.
Resoplé, aunque tenía razón. Debía oler muy mal. Pero...
—Entonces, ¿qué quieres a cambio?
—No todo el mundo ofrece algo solo para conseguir algo a cambio
—contestó, serio.
—¿Eso crees? —Solté una carcajada amarga—. Todo el mundo quiere algo a cambio, de una forma u otra. ¿Todavía no te lo han enseñado?
Inclinó la cabeza y estudió mi rostro durante unos instantes. Me pregunté qué vería cuando me miraba. Por mi aspecto la gente pensaba que no buscaba más que «diversión». Pocos se imaginaban que divertirme era lo último en mi lista de prioridades, si es que formaba parte de ella. Estaba demasiado ocupada manteniéndome con vida y trabajando para pagarme la siguiente comida, como para pensar en nada más. La noche anterior había sido una excepción.
—Puedo limpiar —ofrecí.
¿De verdad iba a aceptar? Y ¿por qué no? Hacía mucho que la vida no me sorprendía con un golpe de suerte. Ya hacía tiempo que me lo debía.
—Ya tengo quien lo haga; viene tres veces por semana —contestó.
—Bueno. Sé cocinar.
Frunció el ceño.
—No intentes egatusarme con esas cosas, eso no está bien. —Puse
los ojos en blanco—. ¿De verdad sabes cocinar? —preguntó. Parecía un niño pequeño que acababa de agarrar la última galleta que quedaba en el fondo del tarro.
—Sí.
—¡Hecho!
Demasiado fácil pensé...

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