Alen se levantó antes del amanecer, cuando las estrellas aún brillaban en el cielo nocturno. Preparó algo de té y sacó pan del horno. Era un día caluroso de verano de 1790. La brisa suave llevaba el aroma de las flores de jazmín y el canto de los pájaros llenaba el aire. Mientras se vestía con su ropa de lino blanco y su chaleco negro, recordó la promesa que había hecho a su madre, Denissa, antes de su partida. Había prometido cuidar de la vaca Tormenta, que pastaba en su casa ya no tan familiar, y crear un lago para los patos que su madre siempre había deseado.
Alen salió del jardín, el alba comenzaba, contempló el lago que había construido con sus propias manos. Los patos nadaban tranquilamente en el agua cristalina, rodeados de flores de loto y nenúfares. La vaca Tormenta pastaba en la distancia, bajo el sol naciente que iluminaba las colinas y los viñedos de la hacienda. El sonido del agua corriendo y los patos nadando eran por un momento un bálsamo para su alma.
Pero su tranquilidad se vio interrumpida por el sonido de campanas a lo lejos, que llamaban a reunión en la plaza del pueblo. La viruela había llegado al lugar con tanta fuerza que los aldeanos necesitaban ayuda constante. Alen, con su conocimiento de medicina y su compromiso con la comunidad, no podía ignorar el llamado, él, en carne propia había sufrido la perdida. Además, era mejor ocupar su mente que sucumbir en la soledad y la tristeza. Se guardó su reloj de bolsillo y se dirigió hacia el pueblo, listo para enfrentar el desafío que se avecinaba.
Mientras caminaba por las calles empedradas, Alen notó la preocupación en los rostros de los aldeanos. Las ventanas estaban cerradas, y las puertas estaban selladas con cruces de carbón. El aire estaba lleno de incienso y oraciones.
Al llegar a la plaza, vio al cura del pueblo, Padre Miguel, y al alcalde, Don Pedro, hablando con un grupo de hombres. Los rostros estaban serios, y las voces eran bajas. Alen se acercó y escuchó la conversación.
—Necesitamos que todo el que pueda nos ayude a cuidar a los enfermos —dijo el cura—. La viruela se está extendiendo rápidamente.
—Yo estoy dispuesto a ayudar —dijo Alen, adelantándose.
El alcalde lo miró con gratitud.
—Estimado doctor, Alen. Gracias. Tu conocimiento de medicina serán de gran ayuda. Pensé que no vendrías, por cierto, siento lo de tu madre —
Alen asintió, sabiendo que tenía un largo día por delante.
Los días siguientes, Alen se sumergió en su labor de cuidar a los enfermos. La viruela había azotado con fuerza al pueblo, dejando casos muy graves en su estela. Sin embargo, el joven no se rindió, si no había sido capaz de salvar a su madre, al menos salvaría otras vidas. Con dedicación y compasión, hizo todo lo posible para aliviar el sufrimiento de los afectados.
Tres días después, el pico de la enfermedad había bajado. Solo quedaban entierros por realizar, un triste recordatorio de la devastación causada por la viruela. Alen, exhausto pero satisfecho moralmente, se tomó un momento para reflexionar sobre lo ocurrido en los pasados días.
En un esfuerzo por encontrar consuelo y normalidad, Alen decidió adoptar un gato callejero que había estado merodeando por su hacienda. Lo llamó Mandarino y pronto se convirtió en su compañero constante.
Con la compañía de Mandarino, Alen comenzó a ordeñar la vaca Tormenta y arreglar el jardín cuando su tiempo lo permitía, sabía que pronto tendría que emplear a alguien para que se encargara de todo, el solo ya no podía.
Alen se miró las manos llenas de tierra negra, estaba arreglando las rosas del patio delantero de su casa. Las rosas alegraban su alma y de paso le daban un respiro del mundo. Su hacienda quedaba en lo alto de una colina, desde allí el pequeño pueblo era divisado, las personas poco a poco empezaban a salir. La iglesia resonaba en sus campanas.
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Trono Rojo
Short Story[Historia corta] En el siglo XVIII, el príncipe Dorian se convierte en el protector y mentor de Alen, un niño huérfano de once años que vive en el palacio como sirviente. A medida que pasan los años, Dorian guía a Alen en su transformación de un jov...