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Sobre la tarde noche, Madison y Anthony aún permanecían sentados al fondo de la cafetería, releyendo el diario de Margaret Lestrange. Les parecía inconcebible como una vida se había perdido tan injustamente, como la habían hecho descender a la locura a tal punto de declararla como una paciente psiquiátrica, a costa de meterle fármacos Dios sabe cómo, si pulverizados con la comida o disueltos en el jugo de naranja. Era atroz, inhumano y ninguna persona se merecía pasar por semejante desastre. Para la noche, apenas siquiera tomaron una rápida cena: una chuleta de res con pure de verduras, y cerca de las diez y veinte de la noche ya estaban de camino al dormitorio de Madison.

Mientras caminaban por el pasillo hacia las habitaciones, ella de repente se detuvo en seco, mirándolo en gesto interrogante. Como si de repente hubiera recordado algo demasiado importante.

—Hay algo que no entiendo de todo esto —dijo. Anthony la miró con asombro.

—¿Qué?

—¿Por qué el espectro de Julianne se ha fijado a mí la noche en que jugamos a la ouija? ¿Solo porque comparto apellido con una antigua compañera suya de trabajo? Eso es una idiotez.

—Bueno, pues en realidad tiene mucho sentido que digamos —comento él. Madison lo miró sin comprender.

—¿Cómo?

—Piénsalo de esta forma, todo fue una concatenación de actos. Tu abuela, Margaret, comienza a notar las irregularidades que se cometen aquí con ciertos pacientes, por lo que decide poner atención y vigilar tanto a Julianne como al doctor Heynes de aquella época. Él decide entonces que la mejor solución es silenciar primero a una, luego a la otra. Sin embargo, el orden de los factores no altera el producto, porque si tu abuela no se hubiera entrometido —marcó esta palabra haciendo comillas con los dedos—, entonces Julianne no hubiera sido silenciada. Pudo haberle tomado un profundo odio por ello.

—Y suponiendo que tu teoría fuera cierta, ¿crees que tanto odio injustificado podría trascender tantas décadas hasta nuestra época actual?

—Sí, es posible. Como si fuera un Shen Qi —respondió. Ella lo miró levantando una ceja.

—¿Un qué?

—Es un poco tedioso de explicar, pero tengo un libro que trata sobre leyendas de todo el mundo, y allí la nombran. Puedo mostrártelo, si quieres —dijo, señalando hacia el pasillo que conducía a su dormitorio. Madison lo miró con horror.

—Yo no volveré a ese lugar ni loca. Seguramente aún siga manchado con la sangre de Heynes —respondió, negando con la cabeza enérgicamente. Anthony rio, a su vez.

—Va, yo lo iré a buscar. Tú ve adelantándote.

Madison lo vio alejarse, hasta perderlo de vista doblando tras el recodo de la pared. En efecto, en cuanto encendió la lamparilla del techo se dio cuenta que ella tenía razón. Si bien los enfermeros habían hecho un trabajo más que impecable juntando los cristales rotos y fregando el suelo de la habitación, lo cierto era que el manchón de sangre aún se notaba, al haber penetrado en la vieja madera porosa. Como si pisarla fuera una suerte de falta de respeto, Anthony bordeó aquello hasta acercarse a la biblioteca, rebuscando entre los lomos de sus libros, algo que no le tomó más de cinco minutos. En cuanto lo encontró, lo sacó del estante, salió rápidamente de la habitación y apagó la luz, antes de cerrar la puerta. Caminó a paso ligero por el pasillo hacia la sección de mujeres, y al llegar a la puerta de Madison, llamó con los nudillos suavemente antes de entrar. Ella lo miró asomando la cabeza desde el baño, con los labios llenos de espuma blanca y el cepillo de dientes metido en la boca.

—¿Bog qué godpeas? —balbuceó. —Ha no negegitah hagerlo.

—La costumbre, supongo, me enseñaron a llamar antes de entrar —respondió, encogiéndose de hombros. Dejó el libro encima de la cama y entonces se palmeó los costados de las caderas—. Ah, carajo. Me olvidé de mi cepillo de dientes... Ya vengo.

El legado de las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora