CAPÍTULO DOS - LA TORMENTA

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Para cuando la luz del sol iluminó de pleno el balcón de la habitación, Madison ya estaba terminando de beber su cuarto café.

Ya había acabado de hacer las maletas, de hecho, había revisado el equipaje dos veces, para cerciorarse de que no se olvidaba de nada. También había tomado unos bollitos de anís y canela de la solitaria cafetería del hotel, y ahora no tenía nada mejor que hacer que recostarse en la cama, haciendo zapping en los canales de televisión, esperando a que terminara de cargarse su teléfono. Justamente, fue este último el que sonó encima de la mesita de noche, por lo que Madison dejó a un lado el vaso de café a medio beber y desconectándolo rápidamente del cargador, respondió la llamada.

—Señor Miller, buenos días.

—He de admitir que me sorprendió su respuesta a la oferta de trabajo, señorita Lestrange. Casi nadie ha querido tomar Ashgrove. De hecho, la única que contestó positivamente a la convocatoria fue usted.

Se sonrió, encogiéndose de hombros, aunque el hombre al otro lado de la línea no pudiese verla.

—Ya, puedo imaginar porqué. Lugar alejado, ciudad pequeña, mucha zona rural aledaña...

—¿Puede reunirse conmigo en la cafetería de Becky's? A las nueve en punto.

—Sí, claro —respondió, por inercia. Giró el brazo izquierdo para mirar la hora en su Rolex de pulsera, eran las ocho y diez.

—Bien, nos veremos allí entonces, y la pondré al tanto. Adiós.

No esperó a que Madison respondiera, sino que colgó enseguida. A ella no le molestaba, Trevor Miller de hecho tenía fama de ser un hijo de puta en potencia, bastante hosco a la hora de tratar con sus empleados y siempre con el profesionalismo por delante, ni más ni menos vínculo que el necesario. Por ende, no se asombraba de su poca falta de tacto, y ella actuaba siempre en consecuencia. Sonrió al pensar esto último. Menos mal que se había atiborrado a cafeína, se dijo para su fuero interno, porque dudaba mucho que ese viejo avaricioso de Miller le invitara siquiera a un expresso.

Con parsimonia, ya que aún tenía tiempo, recogió sus últimas pertenencias, se aseguró de revisar la habitación para no olvidar nada, y con el equipaje a cuestas bajó hacia la recepción del hotel. Al salir a la calle, se dirigió al estacionamiento, levantó la tapa del maletero con el mando a distancia de su Corolla negro y metió el equipaje dentro, cerrando tras de sí. Rodeó el coche por la izquierda, subió del lado del conductor y al poco, ya estaba de camino a la cafetería, fluyendo entre el tráfico de aquella mañana. Su mente entonces comenzó a perderse en el aburrido y rutinario entorno de la ciudad, y emitió una sonrisa ladeada en cuanto se dio cuenta de ello. No importaba las cosas que le sucedieran, o lo que perdiese. El ser humano estaba programado para continuar adelante sin importar las circunstancias, porque al final, mañana sería otro día. Y luego te levantarías, irías a trabajar, conducirías rumbo a una reunión, rebasando coches y personas que al igual que tú tienen sus problemas, pero ellos no te importan a ti y tú no les importas a ellos. Un mundo feliz, como aquel famoso libro, se dijo.

Un mundo feliz en donde no existía Alex, ni Tom. Uno estaba a no sé cuantos metros bajo el fondo oceánico y el otro había volado en cientos de pedazos, ambos habían dejado de pagar impuestos y ambos ya no sufrían por cosas mundanas. No como ella, que los cargaría por siempre encima de su espalda, y que viviría su día a día a costa de emparchar su realidad con rutina, posiblemente alguna que otra cerveza a la semana y excesivo trabajo. Y entonces todo seguiría fluyendo, hasta que las semanas, los meses y luego los años, cerraran para siempre la compuerta de aquel archivo en su memoria, hasta que el rostro de Alex se le olvidase por completo, pensó. Un mundo feliz.

El legado de las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora