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Madison despertó con pesadez. Entre lo más profundo de su sueño, podía escuchar pequeños golpecitos desde algún lado, hasta que al fin abrió los ojos. Alguien estaba llamando a la puerta.

—¿Quién? —preguntó, con la voz enlentecida.

—El desayuno está listo, señorita Lestrange.

Era una voz de mujer, suponía que la doctora Sanders. Se frotó los ojos y miró la hora en su reloj de pulsera. Ocho y diez de la mañana, era tardísimo. Sus ojos voltearon hacia la ventana y vieron que el día estaba oscuro y frío, a juzgar por como estaban empañados los vidrios. Afuera, la lluvia, nieve y viento, no parecían haber disminuido.

—Un momento, voy enseguida —respondió.

Se levantó de la cama, apartando las mantas, y se sentó en el borde para vestirse y calzarse. Una vez hecho esto, se dirigió al baño para lavarse la cara, cepillarse los dientes y peinarse el cabello. De pie frente al espejo, se dio cuenta que justo por debajo de la mejilla, casi llegando al borde de la mandíbula, tenía una marca. Un leve arañazo recto. Casi por inercia, se miró las uñas de sus propias manos. Estaban cortas y, de hecho, en breve debería retocarse la pintura negra. Sin embargo, no quería perder más tiempo, así que en lugar de cuestionarse como había sido posible arañarse a sí misma de esa forma, acabó con rapidez de peinarse el cabello, sacó el pelo suelto del instrumento con las manos, tirándolo en la papelera junto al excusado, y salió de nuevo al cuarto, para abrir la puerta. En efecto, la doctora Sanders estaba de pie frente a ella, esperándola.

—Buenos días —saludó—. ¿Qué tal su primera noche en Ashgrove?

—No me puedo quejar —sonrió, mientras salía al pasillo, cerrando la puerta con llave—. Caí rendida. El clima sigue igual, por lo que veo.

—Así es, aunque se espera lo peor para los próximos tres o cuatro días, al menos eso es lo que suponemos.

—¿Lo que suponen? ¿No han escuchado el parte meteorológico? —preguntó Madison, con extrañeza. Ambas mujeres recorrieron medio pasillo en silencio, como si la doctora Sanders estuviese ensayando mentalmente sus palabras, hasta que al fin, negó con la cabeza.

—No tenemos radio. De hecho, no tenemos casi comunicaciones. La tormenta debe haber tirado los cables, no hay forma de saberlo sin salir ahí afuera. No tenemos sistema, ni internet en las computadoras —La señora se encogió de hombros al decir esto último—. Como si fuese a venir alguien, de cualquier forma.

—Eso no importa. El hospital debe estar comunicado con el exterior por cualquier emergencia, ¿no tienen servidor interno? ¿intranet?

—No. De hecho, eso era una de las tantas cosas que se valoraban dentro de la reforma, señorita Lestrange. Aún seguimos con cableado de cobre, ni siquiera fibra óptica.

—Cielo santo... —murmuró Madison, dando un resoplido leve. Ella podía utilizar su propio teléfono celular como puerto de acceso wifi, y podría así enviar sus informes de avances. ¿Pero y si los datos se le acababan? ¿Cómo haría para pedir una nueva acreditación si ni siquiera podía llamar a Trevor? Se preguntó.

—Hallaremos la forma, no se preocupe —dijo la doctora, como si quisiera infundirle ánimos.

Continuaron en completo silencio, atravesando los mismos pasillos de la noche anterior. Madison estuvo tentada a preguntarle a la doctora Sanders si había escuchado como crujían las paredes por la noche, o incluso quienes se habían quedado de sobremesa charlando, haciendo que los susurros de las conversaciones llegaran hasta su habitación. Sin embargo, descartó esto último. Ya bastante había tenido de paranoias gracias a la inquietante charla con el doctor Heynes, y si seguía alimentando su alocada mente, entonces no podría enfocarse en lo que verdaderamente importaba: su trabajo.

El legado de las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora