Capítulo 8

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La aversión que me provocan los hospitales es persistente; cada vez que cierro los ojos, revivo aquel momento horroroso: la preocupación, el temor, la ira, y finalmente, la desolación al recibir la noticia de que mi bebé no había sobrevivido, mientras las órdenes del equipo médico resonaban a mi alrededor y yo perdía sangre, intensificando mi deseo de simplemente desvanecerme.

Reconozco que no podemos controlar completamente los acontecimientos, solo quizás prevenir algunos. En medio de este remolino de emociones, veo a Eros conversando con la enfermera en recepción. Es una distracción inesperada que me ayuda a salir de mis pensamientos.

Astrid nunca ha hecho daño a nadie; siempre dedicada a salvar vidas, atiende a sus pacientes con una pasión que resulta conmovedora. Nuestros encuentros, ya sean en cenas o desayunos, son ocasiones en las que ella comparte lo mucho que la enfermería significa para ella; sus ojos se iluminan y su voz se llena de amor. No puedo más que sentirme feliz al verla tan apasionada, pese a enfrentarse a situaciones tan duras.

Y aun así, fue atacada.

En nuestra sociedad hay individuos despiadados que lamentablemente dejan una estela de víctimas privadas de paz debido a las deficiencias de nuestro sistema judicial. Los culpables permanecen en libertad, sin rendir cuentas, afectando más vidas como si nada hubiera sucedido.

La indignación se acumula dentro de mí; espero que, en esta ocasión, finalmente, se haga justicia.

Eros se acerca dónde estoy sentada; por más que desee ignorar su presencia, resulta imposible. Cuanto más anhelo mantenerme alejada de él, más me encuentro irremediablemente atraída hacia su campo gravitacional, como si una fuerza invisible me empujara hacia su presencia, lo que intensifica mi frustración.

Al salir de mi edificio, para mi sorpresa, no había ni un solo periodista. Eros, astutamente, había logrado gestionar temporalmente la situación, aunque ignoraba cuánto tiempo duraría esta calma.

—¿Qué han dicho? ¿Es grave? ¿Cómo ocurrió? —pregunto nerviosa, mientras él toma asiento a mi lado y exhala con pesar; parece agotado.

—Es difícil obtener información cuando no eres un familiar directo—murmura, recordándome que Astrid prácticamente está sola; su familia se desvaneció tras aquel escándalo en su trabajo anterior, dejándola con esa cicatriz. —Hice algunas llamadas—continúa, y no puedo evitar pensar en la vasta red de contactos que tiene, incluso en los lugares más inesperados—. Una enfermera accedió a ayudar y el doctor llegará pronto para darnos detalles.

—¿Cuánto falta para eso? —digo, impaciente—. No quiero seguir esperando, es Astrid—exclamo, apretando mis manos con fuerza, consumida por la impotencia. — Odio estar sentada, sin poder hacer nada mientras lastiman a las personas que amo.

—Lo entiendo—responde él, intento no encontrarme con su mirada, mi fuerza de voluntad flaquea.

A pesar de su presencia imponente, como si fuera el amo del mundo, siempre había una calidez en sus ojos que ahora parece transformada en remordimiento. No lo culpo.

Uno cosecha lo que siembra; en este caso, mis acciones lo han afectado y no puedo actuar como si nada hubiese ocurrido entre nosotros, sabiendo que las cosas son distintas ahora.

El silencio siempre ha sido incómodo para mí, y hoy no es excepción. Necesito hablar, aunque sea de economía, aunque desconozca el tema. Si no digo algo, siento que voy a explotar.

—Soy buen oyente—afirma él con un tono ligeramente arrogante—. Te asfixiarás si no sueltas lo que llevas dentro.

—Gracias, pero no necesito tu permiso —respondo, y mi comentario parece divertirlo.

Aquello que PerdimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora