Todo comenzó una noche de verano en Barcelona. Era una de esas reuniones casuales en casa de un amigo, nada fuera de lo común. Eric, mi amigo de toda la vida, me había insistido en que fuera.
— Va _________, va a estar divertido. Además, quiero presentarte a un par de amigos.
Yo no estaba especialmente emocionada, pero al final acepté. Lo que no sabía es que esa noche iba a cambiarlo todo. Entre los "amigos" que Eric quería que conociera estaba él: Gavi.
No es que no supiera quién era. Todo el mundo sabía quién era Gavi, pero verlo en persona era distinto. No parecía el jugador serio y competitivo que todos veían en el campo. Su sonrisa era cálida, y había algo en su manera de hablar que hacía que todo pareciera menos intenso.
—Hola, soy Pablo —dijo, acercándose con una confianza que me desconcertó.
— ________ —respondí, tratando de no parecer impresionada.
—¿Y cómo es que Eric nunca me había hablado de ti?
Me encogí de hombros, con una pequeña sonrisa.
—Supongo que no soy tan interesante.
—No estoy tan seguro de eso.
Lo que empezó como una conversación casual pronto se convirtió en algo más. Pablo y yo comenzamos a quedar, siempre lejos de los focos. Sabíamos que no sería fácil; su vida y la mía eran mundos distintos, pero nos refugiamos en nuestra propia burbuja, donde todo parecía perfecto.
Pasábamos horas paseando por Gràcia, hablando de todo y de nada. Él siempre encontraba formas de sorprenderme, de hacerme sentir que, aunque su vida estuviera llena de presión y expectativas, yo era su refugio.
—Cuando estoy contigo, es como si todo lo demás desapareciera —me dijo una vez mientras estábamos tirados en el sofá de mi piso, con las luces apagadas y la ciudad vibrando fuera de la ventana.
Yo también sentía lo mismo. En nuestra burbuja, no había cámaras ni rumores, solo nosotros.
Pero no se puede vivir en una burbuja para siempre.
Al principio eran cosas pequeñas: mensajes que tardaban en llegar, llamadas que no se devolvían. Lo entendía, su vida era complicada. Pero las pequeñas grietas empezaron a convertirse en fracturas que no podíamos ignorar.
Una noche, después de una semana entera sin apenas verle, le dije lo que llevaba días rondándome en la cabeza.
—Pablo, siento que nos estamos alejando.
Él me miró, confundido.
—¿De qué hablas? Estoy aquí, contigo.
—Sí, pero no es lo mismo. Antes hacías tiempo para mí, aunque fuera un momento. Ahora parece que... no sé, como si ya no te importara tanto.
Suspiró, pasando una mano por su pelo en un gesto que ya conocía bien.
— _________, no es que no me importe. Es que no puedo estar en todas partes. Tengo entrenos, partidos, viajes... No es tan sencillo.
—Y yo no te lo pongo más difícil, pero siento que estoy luchando sola para que esto funcione.
No respondió. Se limitó a mirar al suelo, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Pero nunca llegaron.
El golpe definitivo llegó una noche en la que salimos con su grupo de amigos. Era una de esas cenas donde todos ríen y hablan al mismo tiempo. Yo debería haberme sentido cómoda, pero no lo estaba.
Le miraba desde mi rincón de la mesa, viendo cómo hablaba con todos menos conmigo. Había una chica, una amiga de uno de sus compañeros, que parecía acaparar toda su atención. Cada vez que se reía con ella, sentía un nudo en el estómago.
Cuando finalmente conseguimos un momento a solas, lo solté.
—¿Qué estamos haciendo, Pablo?
Él frunció el ceño, como si no entendiera la pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—Esto. Nosotros. ¿Realmente te importa?
—Claro que me importa, _______. Pero no sé qué más quieres de mí. Mi vida no es como la tuya.
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba.
—¿Eso piensas? ¿Que mi vida es más fácil?
—No quise decir eso —respondió rápidamente, aunque su tono era seco.
—Pues eso parece. Estoy aquí intentando hacer que esto funcione, pero tú...
—¿Pero yo qué? —interrumpió, alzando un poco la voz—. ¿Qué esperas que haga? Estoy haciendo todo lo que puedo.
—No, Pablo. No estás haciendo nada.
El silencio que siguió fue ensordecedor.
Esa fue la última conversación que tuvimos. Gavi se fue esa noche sin mirar atrás, y yo me quedé sola en la terraza, con las luces de Barcelona brillando a lo lejos.
Nuestra burbuja, aquella en la que todo parecía perfecto, había estallado.
Pasaron días, semanas. Ambos seguimos con nuestras vidas, aunque no era tan sencillo olvidar. Me encontraba mirando mi móvil, esperando un mensaje que sabía que nunca llegaría.
Un día, mientras paseaba por las calles de Gràcia, vi a una pareja caminando de la mano. Me recordaron a nosotros, a esos días en los que parecía que el mundo entero podía desaparecer mientras estuviéramos juntos.
Aunque duele, no me arrepiento de nada. La burbuja que compartimos, aunque breve, fue real. Me hizo sentir viva, y por un tiempo, hizo que el mundo fuera un lugar menos complicado.
Ahora sé que algunas cosas no están hechas para durar. Pero siempre llevaré conmigo esos momentos, esos paseos por Barcelona, esas risas compartidas. Porque incluso cuando todo se vino abajo, una parte de mí siempre estará agradecida por haberlo vivido.