La primera vez que vi a Robin Le Normand, todo en mi vida parecía estar perfectamente estructurado, casi demasiado controlado. Había conseguido un trabajo como periodista deportiva, cubriendo eventos de La Liga, y mi vida giraba alrededor de los plazos, entrevistas y partidos. No había espacio para nada más.
Robin era el tipo de persona que hacía que todo pareciera sencillo. Su sonrisa siempre estaba ahí, cálida y constante, como un faro en medio de la rutina frenética del fútbol profesional. Lo conocí en una rueda de prensa en San Sebastián, cuando todavía jugaba para la Real Sociedad. Se acercó a mí después de una de mis preguntas, sonriendo con curiosidad.
—Buena pregunta, aunque complicada de responder en directo —dijo con un ligero acento francés—. ¿Vienes a menudo a los partidos?
—Forma parte del trabajo —respondí, sonriendo, aunque con un tono profesional—. Aunque admito que me gusta más cuando el partido es emocionante.
Robin soltó una risa suave, y ese fue el comienzo. No lo sabía en ese momento, pero él estaba a punto de convertirse en algo más que una entrevista o una estadística en mi informe semanal.
Meses después, nuestros caminos volvieron a cruzarse en un evento benéfico en Madrid. Robin había sido transferido al Atlético y yo cubría la gala. En medio de todo el alboroto, lo vi, y él también me reconoció al instante.
— _______ ¿verdad? La periodista con las preguntas difíciles.
—Robin, el jugador con las respuestas diplomáticas —contesté con una sonrisa.
Nos quedamos hablando durante toda la noche. Robin tenía una manera de escuchar que me hacía sentir que cada palabra mía era importante. No era como otros jugadores que parecían cansados de las mismas conversaciones. Con él, todo fluía.
—¿Siempre eres tan seria? —me preguntó en un momento dado, con una sonrisa juguetona.
—¿Y tú siempre tan encantador?
Ambos reímos, y en ese momento, algo en el aire cambió. Fue la primera vez que sentí que la conexión entre nosotros no era solo casual.
Comenzamos a salir, aunque de manera discreta. El fútbol y el periodismo no eran exactamente un terreno sencillo para una relación, pero Robin parecía dispuesto a desafiar cualquier obstáculo.
Con él, mi mundo comenzó a cambiar. Robin me enseñó que la vida no podía ser solo trabajo y metas. Pasábamos horas hablando de sus raíces en Francia, de cómo había crecido soñando con jugar al fútbol, y de mi infancia en una pequeña ciudad cerca de Valencia.
Una noche, mientras caminábamos por las calles iluminadas de Madrid, Robin me llevó hasta una plaza tranquila. Las luces amarillas de los faroles se reflejaban en los adoquines mojados por la lluvia reciente.
—Siempre pensé que mi vida estaba completa con el fútbol —dijo, con una voz baja, casi como un susurro—. Pero desde que te conocí, siento que hay algo más. Algo que no sabía que me faltaba.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Nunca había sido el tipo de chica que creía en el romance de cuento de hadas, pero con Robin, todo parecía posible.
—Contigo siento lo mismo —confesé—. Como si todo lo que había vivido hasta ahora me estuviera llevando a este momento.
Robin sonrió, y en ese instante, me besó bajo la luz de los faroles, como si el tiempo se hubiera detenido solo para nosotros.
Pero no todo fue fácil. La presión de su carrera, mi trabajo y la constante exposición pública comenzaron a pasar factura. Algunos de mis colegas murmuraban sobre cómo mi relación con Robin podía afectar mi imparcialidad, mientras que en su mundo, la prensa buscaba cualquier detalle sobre nuestra relación.
Una noche, después de un partido complicado, Robin llegó a casa agotado, tanto física como emocionalmente.
—No sé si puedo seguir haciendo esto, ________ —dijo, dejándose caer en el sofá—. No quiero que todo lo que tenemos se convierta en un espectáculo.
—No tenemos que dejar que lo sea —le respondí, sentándome a su lado y tomando su mano—. Lo que importa es lo que tú y yo sabemos que tenemos.
Él me miró con sus ojos serenos, y en ese momento supe que, a pesar de todo, estábamos juntos en esto.
Meses después, Robin y yo decidimos darnos un respiro. Planeamos un viaje a la Costa Brava, alejándonos de todo. Una noche, caminamos hasta un acantilado con vistas al mar. Las estrellas brillaban en el cielo, y la luna iluminaba el agua con un resplandor plateado.
Robin sacó un pequeño altavoz y puso música suave. Me tomó de la mano y, sin decir nada, comenzó a bailar conmigo bajo las estrellas.
—No soy el mejor bailarín —bromeó, riendo mientras tropezaba ligeramente.
—Y yo no soy la mejor cantante —dije, tarareando la melodía que sonaba.
Pero en ese momento, ninguno de los dos necesitaba ser perfecto. Solo éramos nosotros, perdidos en nuestra pequeña burbuja de felicidad.
Robin se detuvo de repente y me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.
— _________, no sé qué traerá el futuro, pero una cosa tengo clara: tú eres mi luz. Eres la persona que hace que todo cobre sentido.
Las lágrimas brotaron de mis ojos, no por tristeza, sino por la pura emoción de sentirme tan profundamente amada.
—Y tú eres la mía, Robin.
Han pasado dos años desde esa noche. Nuestra relación no ha sido perfecta, pero hemos aprendido a superar cada obstáculo juntos. Robin sigue jugando para el Atlético, y yo ahora dirijo mi propia sección en un periódico deportivo.
A veces, cuando estamos juntos, pongo nuestra canción favorita y le pido que baile conmigo, aunque sea en la cocina. Robin siempre acepta, sonriendo, porque sabe que esos momentos son los que realmente importan.
Y cada vez que lo miro a los ojos, sé que, como en la canción, él será siempre la luz que ilumina mi vida.