Nunca imaginé que unas vacaciones improvisadas a Roma marcarían el comienzo del capítulo más importante de mi vida. Llegué a la Ciudad Eterna buscando un respiro, algo diferente para despejarme del estrés de la universidad y las decisiones que constantemente aplazaba. Roma, con sus calles adoquinadas, su historia impregnada en cada esquina y su aura mágica, parecía el lugar perfecto para perderme y encontrarme al mismo tiempo.
Pero lo que encontré allí fue mucho más que eso.
Fue en una cálida noche de primavera, en un pequeño bar escondido cerca del Coliseo, cuando lo vi por primera vez. Mis amigas y yo habíamos estado riendo, bebiendo un vino que parecía tener el sabor exacto de la felicidad despreocupada. Entonces, de repente, el ambiente cambió. Como si algo hubiera detenido el tiempo, mis ojos se posaron en él. Paulo Dybala, el delantero estrella del AS Roma, estaba allí, sentado con un grupo de amigos, luciendo increíblemente fuera de lugar por lo natural que parecía en medio de todo.
—¡ _______, míralo! —susurró mi amiga Carla, emocionada—. ¡Es Paulo Dybala!
Yo apenas sabía de fútbol, pero incluso yo había oído hablar de él. Lo que más me llamó la atención no fue su fama ni su indiscutible atractivo, sino la manera en la que se reía, relajado, como si el peso del mundo no lo estuviera aplastando. Y entonces sucedió algo inesperado: nuestras miradas se cruzaron.
Por un instante, sentí que el resto del bar se desvanecía. Él sonrió, una sonrisa tímida, pero cargada de algo indescriptible. Antes de darme cuenta, se levantó y caminó hacia nuestra mesa.
—Buenas noches, chicas —dijo, con un acento argentino que le daba una calidez especial—. ¿De dónde son?
Mis amigas se quedaron en silencio, boquiabiertas, y fui yo quien respondió.
—De Valencia.
—Ah, España. Lindo lugar —respondió, mirándome directamente a los ojos.
Pasamos esa noche hablando, primero todos juntos, y luego, de alguna manera, solo él y yo. Hablamos de libros, de Roma, de lo mucho que echaba de menos Argentina. No mencionamos el fútbol, y él parecía agradecido por ello.
Cuando nos despedimos, intercambiamos números. Lo hice sin muchas expectativas. ¿Qué posibilidades había de que un hombre como él volviera a pensar en mí?
Al día siguiente, recibí un mensaje de Paulo. Decía: "¿Tienes planes para hoy? Me gustaría enseñarte algo de la verdadera Roma."
No pude evitar sonreír mientras respondía que sí, aunque mis amigas me miraban como si estuviera loca. Esa tarde, me llevó a pasear por rincones que parecían sacados de un sueño: una librería escondida en un callejón, una pequeña plaza donde los niños jugaban al fútbol, y un mirador desde el que se podía ver la ciudad bañada por el sol del atardecer.
—¿Vienes aquí a menudo? —le pregunté mientras contemplábamos la vista.
—Sí, es mi lugar para pensar —respondió—. Cuando todo se vuelve demasiado, vengo aquí. Me ayuda a recordar que hay cosas más grandes que el fútbol.
En ese momento, sentí que estaba viendo a alguien que pocas personas conocían. No a la estrella de fútbol, sino al hombre detrás de ella.
Nuestra conexión se fortaleció rápidamente. Durante las semanas que estuve en Roma, pasamos casi todos los días juntos. Él hacía todo lo posible para mantener nuestra relación lejos de los focos. No era solo para protegerse a sí mismo, sino también para protegerme a mí.
— ______, no quiero que te lastimen por mi culpa —me dijo una noche mientras cenábamos en su apartamento.
—Paulo, no tienes que protegerme de nada. Estoy aquí porque quiero estar contigo.
Él tomó mi mano y me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.
—Eso es lo que me asusta,________ . Que estés dispuesta a enfrentar todo esto solo por mí.
Le sonreí.
—Tú vales la pena.
Sin embargo, nuestra relación no era fácil. Después de regresar a Valencia, nuestras llamadas y mensajes se convirtieron en mi refugio. Cada vez que lo veía en televisión, me llenaba de orgullo y nostalgia. Pero también había momentos de inseguridad, especialmente cuando veía fotos de él rodeado de modelos o rumores sobre su vida personal.
Un día, no pude contenerlo más.
—Paulo, necesito saber algo —le dije durante una de nuestras llamadas.
—Dime, _______.
—¿Esto es real para ti? ¿O soy solo alguien que te ayuda a escapar de todo lo demás?
Hubo un largo silencio. Finalmente, respondió:
— _______, tú eres la única persona que me hace sentir como si pudiera ser yo mismo. Pero tengo miedo. Miedo de arruinar esto, miedo de que mi vida te haga daño.
—No quiero vivir con miedo, Paulo. Quiero vivir contigo.
A partir de ese momento, decidimos dejar de escondernos. Aunque fue difícil, enfrentamos juntos la atención mediática. Hubo comentarios crueles en redes sociales, titulares sensacionalistas y momentos en los que ambos nos preguntamos si estábamos haciendo lo correcto. Pero cada vez que dudábamos, encontrábamos fuerza en el amor que nos unía.
Una noche, después de uno de los partidos más importantes de su carrera, Paulo me llevó de vuelta al mirador donde habíamos estado en nuestra primera cita. Con la ciudad iluminada a nuestros pies, se arrodilló y sacó un pequeño anillo de su bolsillo.
— _______, quiero que seas mi refugio para siempre. Quiero que estés conmigo en este camino, con todos sus altibajos, porque no puedo imaginar mi vida sin ti. ¿Te casarías conmigo?
Las lágrimas corrían por mis mejillas cuando dije que sí.
Hoy, mientras escribo estas palabras, estamos sentados en el mismo mirador, pero esta vez con nuestros hijos jugando a nuestro alrededor. Paulo dejó el fútbol hace unos años, decidiendo que prefería pasar más tiempo con su familia. Juntos, hemos construido una vida llena de amor, aventuras y complicidad.
Nuestro amor nunca fue fácil, pero aprendimos que las cosas más valiosas rara vez lo son. Paulo no es perfecto, ni yo tampoco, pero juntos somos suficientes.
Roma fue el lugar donde comenzó nuestra historia, pero nuestro "para siempre" lo estamos escribiendo cada día, en cada rincón del mundo que decidimos explorar juntos. Porque al final, lo que importa no es dónde empieza un amor, sino cómo se elige mantenerlo vivo.