Desde que lo conocí, Pedri fue para mí algo más que una persona especial; fue como encontrar un lugar en el mundo, un rincón al que podía regresar cuando todo se desmoronaba. Nos conocimos a través de amigos en común, una tarde cualquiera en un pequeño bar de Barcelona. Yo acababa de salir de una relación que había terminado en desastre, y había jurado que no iba a enamorarme de nuevo tan rápido. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, hubo algo que me hizo dudar de todas mis promesas. Esa fue la primera de muchas veces en las que él iba a cambiar todos mis planes.
Pedri tenía una energía tranquila, casi magnética. A simple vista era un chico sencillo, el que reía en silencio en la esquina de la mesa mientras sus amigos armaban el alboroto. Sin embargo, cuando habló conmigo, supe que había algo diferente en él. Algo que ni la fama ni el bullicio de su vida como futbolista parecían haber cambiado.
—¿Barcelona? —me preguntó, intentando disimular su sorpresa cuando le conté que había vivido ahí toda mi vida—. No lo pareces.
—¿Qué significa eso? —repliqué, riendo, intrigada por lo que quería decir.
—Que tienes una manera de ver las cosas... como si todavía te sorprendieran, como si vieras la vida de otra manera.
No era una respuesta que esperara escuchar de alguien que parecía tan acostumbrado a tener el mundo a sus pies. Pero algo en su voz me hizo pensar que estaba viendo a través de mí, y esa noche hablamos sin parar, de nuestros miedos, nuestras ambiciones, nuestros sueños rotos. Fue un alivio compartir lo que tanto guardaba y escuchar de él algo tan honesto, tan real. Ahí, en ese rincón de un bar abarrotado, se empezó a construir lo que pronto sería una relación, una especie de burbuja en la que solo estábamos él y yo.
Pedri y yo comenzamos a vernos cada vez más, sin decirnos nada en concreto sobre qué éramos o qué pretendíamos. Cada vez que estaba con él, el mundo parecía detenerse, y todos los problemas se desvanecían. Me llevaba a los lugares más escondidos de la ciudad, como si descubriera Barcelona por primera vez de su mano. Compartíamos tardes en la playa, caminatas sin rumbo y largas conversaciones en su apartamento, donde las horas pasaban sin que nos diéramos cuenta.
Había algo hermoso y sencillo en estar juntos. Podíamos pasar horas sin hablar, mirándonos o riendo, y aun así sentirnos completos. A veces, en esos momentos de silencio, él se giraba hacia mí y decía cosas como: "Eres mi refugio, ______. Eres lo que le da calma a todo este ruido."
Y así fue por un tiempo. Nos refugiamos en nuestra burbuja, ignorando el caos de su vida pública y mis propias inseguridades. Nos protegíamos el uno al otro, y fue la época más feliz de mi vida. Pero como suele suceder con las burbujas, tarde o temprano explotan.
Poco a poco, empezaron a aparecer pequeñas grietas en nuestra relación, señales que ambos ignoramos, esperando que se desvanecieran como los problemas que habíamos superado antes. Las giras de Pedri y los partidos cada vez más lejanos nos separaban, y aunque intentábamos mantenernos en contacto, se sentía como si estuviéramos viviendo vidas diferentes. Los mensajes se hacían más cortos, las llamadas menos frecuentes, y las veces que lográbamos vernos estaban llenas de silencios incómodos, donde ambos sentíamos la distancia pero ninguno se atrevía a reconocerla.
Una noche, mientras Pedri estaba en una cena de equipo en otro país, subió una foto a sus redes sociales. Era solo él y sus compañeros, riendo y disfrutando de la noche, pero había algo en su expresión, en cómo parecía perfectamente feliz sin mí, que me hizo sentir invisible. Como si yo ya no fuera parte de su mundo.
Cuando finalmente logré hablar con él al respecto, no fue fácil.
—¿Te sientes sola, ________? —preguntó con una mezcla de tristeza y culpa en la voz.
—A veces, sí —admití, odiándome a mí misma por decirlo, pero sabiendo que necesitaba ser honesta—. Siento que siempre estoy esperando, Pedri. Esperando a que vuelvas, a que tengas tiempo, a que... no lo sé, a que me necesites tanto como yo a ti.
Él suspiró, y pude ver en su rostro que entendía, pero también que no sabía cómo arreglarlo.
—No quiero que te sientas así, pero... —vaciló— mi vida es complicada. Tú lo sabes, y eso no significa que no me importes.
Asentí, aunque una parte de mí sabía que nuestras vidas seguían caminos que nos separaban más de lo que nos unían. Pero aun así, no quería renunciar a él.
Unos meses después, mientras estaba en casa mirando fotos antiguas de nosotros juntos, me di cuenta de que estaba atrapada en recuerdos, en lo que alguna vez tuvimos, más que en lo que realmente era nuestra relación ahora. Era como si nuestra burbuja, esa burbuja que habíamos creado juntos, finalmente se hubiera roto, dejando solo fragmentos que no sabía cómo reconstruir.
Nos encontramos para hablar de ello una última vez en un pequeño café en Gràcia, un lugar que solíamos visitar cuando todo era fácil. Apenas nos sentamos, la tensión era evidente. Pedri me miró con una tristeza que me rompió el corazón.
—¿Ya no somos nosotros, verdad? —le dije con voz temblorosa.
Él desvió la mirada, su expresión tan dolida como la mía.
—Siempre serás tú, _______. Eres... el amor de mi vida —confesó, con una sinceridad que me desarmó—, pero siento que no puedo darte lo que mereces, lo que necesitas.
Por un instante, sentí que el tiempo se detenía. Porque sabía que él hablaba con el corazón, y que aunque me amara, había algo más grande que ninguno de los dos podía controlar.
Nos despedimos con un abrazo largo y lleno de lágrimas, como si nos aferráramos al último vestigio de lo que habíamos compartido. Sentí que una parte de mí se iba con él, y supe que esa era una despedida que siempre me dolería.
Los días siguientes fueron un vacío que intentaba llenar con cualquier cosa: trabajo, amigos, planes. Pero cada rincón de la ciudad me recordaba a él. Las tardes en la playa me parecían incompletas, las calles demasiado solitarias sin su risa, sin nuestras caminatas interminables por Barcelona.
Supe que tenía que soltarlo, que ambos necesitábamos dejar ir lo que alguna vez habíamos sido para poder encontrar nuestro propio camino. Pero aún en su ausencia, Pedri seguía siendo el amor de mi vida, el recuerdo que me acompañaría siempre. Porque, aunque no terminamos juntos, él había sido mi refugio, y en mi corazón, siempre lo sería.