1. Pan y circo

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Morgana se despertó con un sobresalto y el corazón acelerado. Por un instante creyó haber escuchado su voz en su oído; pero, cuando miró a su alrededor, comprobó que estaba sola. No había nadie más en la habitación, podía percibirlo; y, sin embargo... Cerró los ojos y se masajeó las sienes para aliviar el dolor de cabeza. No podía dejar de pensar en lo vívido que había sido aquel sueño y se preguntó, por enésima vez, si no sería una advertencia.

Llevaba una semana soñando con Vivianne y su madre. No podía quitárselas de la cabeza por mucho que lo intentase. Y el hecho de que su antigua pupila siempre terminase persiguiéndola en sus pesadillas, amenazando con encontrarla, le dejaba una honda sensación de inseguridad en cuanto a lo que aquella muchacha era capaz o no de hacer. Pero aquella noche era diferente. No sabía por qué, pero había algo más en su pesadilla. Algo aterrador que no supo identificar y que le provocó un escalofrío al pensar en ello.

Tratando de despejarse, se levantó y se acercó a la ventana para dejar que la brisa procedente del mar la envolviera. En la playa, los rituales de celebración de Imbolc, 1 de febrero, habían terminado hacía rato; pero aún había jóvenes novicios congregados frente a los rescoldos de las hogueras, hablando relajadamente. Morgana se apoyó en el alféizar para contemplar la luna, que rielaba sobre las olas que rompían en la orilla, tratando de no pensar. Pero un grito en el piso inferior la obligó a incorporarse casi de inmediato, a la velocidad del rayo y a salir disparada de la habitación, en dirección al origen del ruido. Oyó cómo una puerta se abría y se cerraba unos metros más allá, en el oscuro corredor, y la alta silueta de su hija mayor se recortó en la penumbra. Sin hablar, ambas se dirigieron hacia las escaleras y, después, hacia la habitación del fondo del pasillo. Blanca fue la primera en entrar y se abalanzó sobre la cama; donde una silueta pequeña y temblorosa alargó los brazos en su dirección, con un sollozo, en cuanto la vio aparecer. Mientras la hija mayor trataba de tranquilizar a la más pequeña, Morgana cerró con cuidado la puerta del dormitorio y se acercó con paso lento a la cama. Después de sentarse, acarició el cabello de la menor de sus hijas: Solena.

—Cariño, ¿qué ha pasado? —preguntó con dulzura.

La pequeña alzó en ese momento la cabeza y sorbió, antes de recostarse casi de inmediato en el regazo de su madre con un gemido.

—He tenido un sueño horrible, mamá.

Morgana le acarició la larga cabellera negra.

—Ya está, mi pequeña. Ya pasó. Solo ha sido un sueño.

Solena asintió con rapidez.

—Sí, lo sé —musitó—. Pero ha sido muy real.

Su madre reprimió un escalofrío y su mirada se cruzó con la de Blanca, durante un segundo. Apartó la vista enseguida, pero vio por el rabillo del ojo cómo su hija fruncía el ceño con preocupación. Esquivando sus iris oscuros, Morgana depositó un beso en la coronilla de Solena.

—Los sueños malos es mejor olvidarlos, cielo —le recomendó—. Así corren menos riesgo de hacerse realidad, ¿no crees?

Una risita junto a su corazón le indicó que, con aquella simple frase, había conseguido que su hija pequeña se relajase un tanto.

—Sí —respondió esta, incorporándose y apartándose un mechón de pelo de la cara—. Lo malo es que a veces no me acuerdo de los buenos; esos que sí quiero que se hagan realidad.

Morgana sonrió con cariño y le pasó los pulgares por las mejillas, para secarle las lágrimas.

—A lo mejor deberías escribir alguno cuando te acuerdes. Así, cada vez que lo leas, será como recordarlo. Y, quién sabe, igual lo sueñas de nuevo.

La pequeña parecía bastante más tranquila y sus grandes ojos castaños parecieron brillar ante la perspectiva que su madre planteaba.

—Sí, lo haré —aseguró con la inocencia propia de sus diez años recién cumplidos.

Su madre sonrió y la ayudó a acomodarse de nuevo entre las sábanas. Blanca se inclinó sobre ella desde el otro lado de la cama para darle un beso suave en la frente.

—Descansa, pequeña —le deseó—. Hoy ha sido un día largo.

Solena sonrió.

—Me ha gustado la ceremonia que has oficiado —aseguró con solemnidad.

Blanca aprovechó la penumbra para ruborizarse ligeramente. Como novicia de Saturno a punto de ser ordenada y por petición expresa de su madre, el Sumo Sacerdote de Ávalon le había permitido oficiar uno de los rituales de aquella noche.

—Me alegro, Sol —le agradeció—. Ahora a dormir.

La niña asintió, educada y después dejó que su madre se inclinase para repetir la despedida.

—Duerme bien, mi pequeño tesoro.

—Hasta mañana, madre.

La bruja sonrió, al comprobar con aquel apelativo que la pequeña había recuperado la serenidad, y se levantó. Cuando su hija mayor y ella llegaron a la puerta, la respiración de Solena se había convertido en un tranquilo murmullo y ambas suspiraron, aliviadas. Sin embargo, cuando llegaron al piso superior, Blanca siguió a su madre hasta su dormitorio. Morgana no se lo impidió, puesto que sabía que no podía ocultarle nada. Así pues, se sentó en el borde de la cama que daba a la ventana y esperó a que Blanca, que permanecía de pie, hablara. Cuando al final lo hizo, su voz fue un murmullo temeroso:

—Mamá, ¿tú también has soñado lo mismo que Solena?

Morgana suspiró con fuerza. Cuando sus hijas la llamaban así, es que algo muy intenso bullía en su interior. La emoción más fuerte conocida desde que el mundo era mundo: el amor materno—filial.

—No sé si sería lo mismo —admitió en voz baja—, pero también parecía muy real.

—¿Puedo preguntar qué ha sido? —insistió la joven, sin brusquedad.

Su madre apretó los labios y meneó la cabeza, conteniendo el dolor de su corazón.

—No, no quiero preocuparte más de lo necesario —respondió y, eludiendo la mirada interrogante de Blanca, cambió de tema—. Volverás mañana a Ereka, ¿verdad?

—Sí, claro —repuso su hija, sorprendida por la pregunta—. Pero...

Morgana la silenció, sin violencia, con un gesto de la mano.

—Ya tienes bastantes responsabilidades allí, como para cargar también con las mías —y, ante la mirada molesta de su hija, se apresuró a añadir—. Puede que algún día te lo cuente; pero, por ahora no quiero hacer una montaña de un grano de arena. ¿Entiendes?

Blanca no parecía muy conforme con aquella respuesta; pero, al final, claudicó ante la mirada suplicante de su madre.

—De acuerdo. Pero, si algo sucediera, me avisarías, ¿verdad? —quiso saber, arqueando las cejas en un gesto que no dejaba lugar a negativas.

La bruja adulta asintió con una sonrisa divertida, al ver la seriedad que empezaba a impregnar casi todos los gestos de su hija mayor.

—Por supuesto, no lo dudes.

Blanca se destensó visiblemente y, acto seguido, se acercó para besar a su madre en la mejilla.

—Que descanses, madre —le deseó—. Y que los Dioses te protejan.

Morgana le besó una mano con emoción contenida.

—Y que siempre velen por ti, hija mía —repuso en voz baja, en el preciso momento en que ella salía por la puerta.

Cuando se quedó de nuevo sola, la mujer clavó la vista en el mar, reflexionando una vez más sobre su sueño y concluyó que solo había dos cosas claras en todo aquello: la primera, que el pasado la había alcanzado. Y lo segundo, que tenía que encontrar a Vivianne cuanto antes.


El Poder de la Oscuridad (Los Hijos de los Dioses #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora