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En las vastas calles de Buenos Aires, bajo el cielo gris del invierno, Spreen caminaba con sus pasos firmes pero silenciosos. Su imponente figura, resultado de su naturaleza híbrida de oso, lo hacía destacar incluso entre otros alfas. Su cabello negro azabache caía desordenado sobre su frente, y sus ojos amatista tenían un brillo que mezclaba melancolía y fuerza.
Spreen, aunque respetado por quienes lo conocían, mantenía una distancia prudente de los demás. No era el típico alfa que buscaba imponer su voluntad, sino uno que valoraba la libertad y el respeto mutuo.
Aquino, en cambio, era un contraste vibrante. Su cabello castaño siempre parecía reflejar la luz, y sus ojos miel tenían una chispa de diversión que ocultaba una profundidad de emociones complejas. Había llegado a Buenos Aires desde Lima con un sueño entre manos y un muro emocional que lo protegía del dolor del pasado.
Era un omega fuerte, que rehusaba depender de otros, especialmente de alfas. Para Aquino, la independencia era una armadura, y la idea de un vínculo lo aterraba más que cualquier otra cosa.
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Se conocieron una tarde en un pequeño café del barrio de San Telmo. Aquino, molesto porque el barista había confundido su pedido, discutía con una mezcla de frialdad y sarcasmo. Spreen, sentado en una mesa cercana, observaba la escena con una ligera sonrisa, algo que rara vez mostraba.
—¿Te resulta gracioso? —preguntó Aquino, notando la mirada del alfa.
Spreen levantó las manos en un gesto de paz, pero no pudo evitar responder con calma.
—No, pero creo que sabes defenderte bien. Es... admirable.
Aquino se quedó un momento en silencio, sorprendido por la respuesta. No estaba acostumbrado a que los alfas lo elogiaran sin un tono condescendiente. Por alguna razón, en lugar de ignorarlo como solía hacer, decidió sentarse en su mesa.
