Mariana y Yolo estaban sentados en una esquina del restaurante, lejos del ruido principal. La luz tenue del lugar creaba un ambiente cálido y acogedor. Mientras esperaban sus platillos, el sonido del hielo chocando en los vasos y la música suave de fondo llenaban el espacio entre las conversaciones.
Yolo, con los brazos relajados sobre la mesa, observaba a Mariana mientras ella hojeaba el menú. Cada tanto, ella alzaba la vista y lo descubría mirándola fijamente.
—¿Qué? —preguntó Mariana, levantando una ceja con una sonrisa traviesa.
—Nada —respondió él, ladeando la cabeza—. Me gusta verte pensar.Mariana negó con la cabeza, entre risas.
—Eres imposible, Flavio Andrés.La charla fluyó con naturalidad mientras compartían historias del día a día. Mariana le contaba sobre una situación graciosa que había ocurrido en su trabajo, mientras Yolo le replicaba con anécdotas igual de absurdas de su juventud. Las risas de ambos resonaban en la mesa, atrayendo la atención de algunos comensales cercanos.
—¿Recuerdas aquella vez que me hiciste cargar esas cajas pesadísimas y resultaron estar vacías? —preguntó Mariana, fingiendo una expresión de indignación.
—¿Cómo olvidarlo? Fue un momento glorioso —dijo Yolo entre risas—. Aunque casi me matas cuando lo descubriste.Mariana se inclinó hacia él, apoyando los codos en la mesa.
—Eres un desastre, pero uno muy entretenido.El mesero interrumpió con los platillos, sirviendo cuidadosamente la comida. Ambos agradecieron, pero antes de empezar a comer, Yolo se inclinó ligeramente hacia ella.
—Esto parece un momento perfecto —murmuró, con una sonrisa misteriosa.
—¿Para qué? —preguntó Mariana, arqueando una ceja.
—Para que te des cuenta de lo mucho que me haces reír.Mariana soltó una carcajada, tratando de ocultar un leve rubor que subió a sus mejillas. Decidió ignorar el comentario y cortar un trozo de su comida, aunque no pudo evitar sonreír.
La cena continuó entre conversaciones ligeras y bromas, pero de vez en cuando los silencios se llenaban con algo más: una conexión implícita, algo que ninguno mencionaba pero que ambos sentían en el aire.
Ellos después de un rato se fueron del restaurante
Cuando llegaron a casa, Yolo estacionó el auto en el mismo lugar de siempre. Bajó rápidamente para abrirle la puerta a Mariana, como solía hacer, y ella bajó con un ligero “gracias” mientras sujetaba su bolso. La noche era fresca, y el sonido de las llaves tintineando en la mano de Yolo rompía el silencio mientras abría la puerta principal.
Mariana entró primero, dejando escapar un suspiro cansado. Se dirigió al sofá y se dejó caer con elegancia, cruzando las piernas mientras miraba hacia la ventana. Yolo la observó en silencio por un momento antes de cerrar la puerta tras de sí. Había algo diferente en la forma en que ella lo miraba ahora, aunque no podía decir exactamente qué era. El beso de esa tarde seguía repitiéndose en su mente, y no podía evitar pensar que, tal vez, por primera vez en mucho tiempo, las cosas estaban cambiando.
Él sabía que no sería fácil. Mariana aún tenía sus reservas, y con razón. Había jugado con sus sentimientos en el pasado, y aunque ahora estaba dispuesto a demostrarle que había cambiado, no podía simplemente borrar el dolor que le había causado. Pero ese beso… Ese beso le había dado esperanza, una pequeña chispa que lo impulsaba a no rendirse.
—¿Te sirvo algo? —preguntó él, rompiendo el silencio mientras caminaba hacia la cocina.
—No, estoy bien. Gracias —respondió ella sin mirarlo, jugueteando con el anillo que llevaba en uno de sus dedos.
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