Escena 1: Un Viaje al límite
El sol poniente, un disco anaranjado y sangrante que se hundía lentamente en el horizonte, proyectaba sombras alargadas y amenazantes sobre el asfalto. El aire, denso y húmedo, cargado con el olor a escape de miles de vehículos que se movían como hormigas en el inmenso hormiguero de Bangkok, se colaba por la ventanilla abierta de la ambulancia, mezclándose con el metálico y penetrante olor a sangre que impregnaba el interior. Ese olor, un olor que se grababa en la memoria de Lingling como un sello indeleble, un recuerdo que la perseguiría para siempre, un presagio de la tragedia que se avecinaba, la envolvía como una mortaja fría y húmeda. A las dos en punto de la tarde, la sirena, un grito agudo y penetrante que rasgaba el silencio de la ciudad, se abría paso a través del denso tráfico, un laberinto de acero y hormigón que parecía conspirar contra ellos, un laberinto interminable que se extendía ante sus ojos, un laberinto que parecía no tener fin, un laberinto que la aterraba.
Cada frenazo brusco, cada giro inesperado, era un latigazo en el corazón de Lingling, un golpe que la hacía aferrarse con más fuerza al asiento, las uñas clavándose en la palma de su mano hasta dejarlas blancas y doloridas, sangrando ligeramente. El sudor frío le perlaba la frente, un sudor pegajoso y salado que le recordaba la vulnerabilidad de su propia carne, la fragilidad de la vida, una fragilidad que la aterraba, una fragilidad que la hacía sentir indefensa ante el poder implacable de la muerte. Su cuerpo temblaba incontrolablemente, un reflejo de la tensión que la consumía, una tensión que parecía vibrar en el aire mismo, un eco de la angustia que la oprimía, una angustia que parecía no tener fin, un vacío que amenazaba con tragarla, un vacío que la hacía sentir pequeña e insignificante ante la inmensidad del dolor.
Dentro de la ambulancia, Orm yacía inmóvil en la camilla, una figura pálida y frágil contra el blanco inmaculado de su vestido, ahora un lienzo manchado de carmesí, un símbolo macabro de la tragedia que se había desatado. Su piel, blanca como la luna, parecía translúcida, casi etérea, sus labios entreabiertos en una mueca de sufrimiento silencioso, un sufrimiento que Lingling sentía como si fuera propio, como si el dolor la atravesara, como si el dolor fuera un cuchillo afilado que le rasgaba el alma. Sus ojos, cerrados, parecían sumidos en un sueño profundo, un sueño del que temía que Orm no quisiera despertar, un sueño del que temía que Orm no pudiera despertar nunca más. Un hilo de sangre le corría por la sien, manchando su cabello oscuro, un cabello que Lingling acariciaba con ternura, con desesperación, con la esperanza de que ese simple gesto pudiera transmitirle algo de fuerza, algo de consuelo, algo de amor.
El blanco de su vestido, ahora un lienzo manchado de carmesí, era un contraste brutal que gritaba la fragilidad de la vida, la precariedad de la existencia, una precariedad que la hacía sentir indefensa, una precariedad que la llenaba de un terror paralizante. Dos enfermeros, sus rostros tensos y concentrados, trabajaban con una eficiencia frenética, sus manos rápidas y expertas intentando contener la hemorragia profusa, una hemorragia que parecía desafiar cualquier intento de control, una hemorragia que parecía interminable, un torrente rojo que amenazaba con extinguir la vida de Orm, un torrente que Lingling veía como un río de lágrimas que se derramaba sobre su alma. Las torundas, empapadas en sangre, se amontonaban como pequeños montículos rojos, un testimonio silencioso de la gravedad de las heridas, una imagen que se grababa a fuego en la retina de Lingling, una imagen que la perseguiría para siempre, una imagen que la atormentaría hasta el fin de sus días, una imagen que la marcaría para siempre.
El pitido irregular del monitor cardíaco, un ritmo discordante y angustioso, era un eco de la fragilidad de la vida de Orm, un tictac implacable que marcaba el paso inexorable del tiempo, un ritmo que parecía acelerar la angustia de Lingling, un ritmo que parecía acortar el tiempo que les quedaba, un tiempo que se escapaba como arena entre sus dedos, un tiempo que se desvanecía como la luz del sol poniente. El oxígeno fluía por el tubo, un hilo tenue que conectaba a Orm con el mundo de los vivos, pero su respiración era superficial, entrecortada, un suspiro agonizante que llenaba el espacio con un silencio aterrador, un silencio que amplificaba el miedo de Lingling, un silencio que parecía envolverla por completo, un silencio sepulcral que presagiaba lo peor, un silencio que la hacía sentir sola, abandonada, perdida en un mar de desesperación. Lingling, aferrada a la mano de Orm, sentía la frialdad de la muerte, una frialdad que se extendía por sus venas, entumeciendo sus dedos, pero su corazón latía con una fuerza desgarradora, un ritmo frenético que contrastaba con la quietud aparente de Orm, un ritmo que parecía querer romper su pecho, un ritmo que le recordaba que la vida de Orm pendía de un hilo.
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Lingling Y Orm : La Mafia Y La Ley
Fiksi PenggemarEn una historia con tus personajes favoritos de GL Tailandesa Tiene drama, romance, tragedia, acción, dolor con un toque de peligro y misterio.