La suave y gélida brisa acaricia mi alma,
abrazándome y murmurando a mi oído,
embriagándome con sus besos de indiferencia,
hundiéndome más, más en la inconciencia.
Ven, toma mi mano, guíame a la oscuridad,
cúbreme con tu lobrego manto,
cansada estoy de la vida en tan corto vivir.
Cúbreme con tu aliento, llévame al reino de la nada,
donde el silbido del viento choca con el peñasco de la desesperanza,
donde la caricia de la noche da confianza,
donde la erosión de la cordura gobierna.
Deseo estar en la nada,
que la ponzoña del odio gobierne en los mortales
y en los crepúsculos yo encuentre consuelo,
ya que en el último falso rayo de esperanza
viene la agonía de la noche.
Doy mi desprecio y perdón al cielo,
que la niebla se impregne en mis poros,
que el graznar de los cuervos anuncien tu llegada.
Arrúllame con tu canto, quiero contemplar tu lánguida faz.
Ven a mi lado, bebámos el néctar del dolor.
Qué importa dejar de vivir si al momento estoy muriendo.
Quiero en lontananza escuchar el llanto de las campanas
contemplar la pavura del gélido osario, el alcáreo fatídico erial.
Que las serpientes ante mi se inclinen,
que su veneno escupan y vuelvan a tragar,
que contemplen el odio y dolor del alma, que lloren sangre ante tí,
que la única y mejor vía eres tu, que mi blasfemar se termine.
Débil naci y débil moriré.
He bebido la miel y la hiel y ninguno me brinda consuelo.
Apaga la luz de mi vida. Si esta vida es un sueño, ya no quiero soñar.
Humildemente dedico esto a tí,
quien es olvidada y a la vez está siempre presente.
Dedico esto a tí, divina muerte.