"Es mi propia invención"

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Después de un rato, el estrépito fue amainando gradualmente hasta quedar todo en el mayor silencio, por lo que Alicia levantó la cabeza, un poco alarmada. No se veía a nadie por ningún lado, de forma que lo primero que pensó fue que debía de haber estado soñando con el león y el unicornio y esos curiosos mensajeros anglosajones. Sin embargo, ahí continuaba aún a sus pies la gran fuente sobre la que había estado intentando cortar el pastel. Así que, después de todo, no he estado soñando -se dijo a sí misma...- a no ser que fuésemos todos parte del mismo sueño. Sólo que si así fuera, ¿ojalá que el sueño sea el mío propio y no el del Rey rojo! No me gusta nada pertenecer al sueño de otras personas -continuó diciendo con voz más bien quejumbrosa como que estoy casi dispuesta a ir a despertarlo y ¡a ver qué pasa!

En este momento sus pensamientos se vieron interrumpidos por unas voces muy fuertes, unos gritos de -¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque! -que profería un caballero, bien armado de acero púrpura, que venía galopando hacia ella blandiendo una gran maza. Justo cuando llegó a donde estaba Alicia, el caballo se detuvo súbitamente-: ¡Eres mi prisionera! -gritó el caballero, mientras se desplomaba pesadamente del caballo.

A pesar del susto que se había llevado, Alicia estaba en aquel momento más preocupada por él que por sí misma y estuvo observando con no poca ansiedad cómo montaba nuevamente sobre su cabalgadura. Tan pronto como se hubo instalado cómodamente en su silla, empezó otra vez a proclamar: -¡Eres mi...! -pero en ese preciso instante otra voz le atajó con nuevos gritos de-: ¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque! -y Alicia se volvió, bastante sorprendida, para ver al nuevo enemigo.

Esta vez era el caballero blanco. Cabalgó hasta donde estaba Alicia y al detenerse su montura se desplomó a tierra tan pesadamente como antes lo hubiera hecho el caballero rojo: luego volvió a montar y los dos caballeros se estuvieron mirando desde lo alto de sus jaeces sin decir palabra durante algún rato. Alicia miraba ora al uno ora al otro, bastante desconcertada.

-¡Bien claro está que la prisionera es mía! -reclamó al fin el caballero rojo.

-¡Sí, pero luego vine yo y la rescaté! -replicó el caballero blanco.

-¡Pues entonces hemos de batirnos por ella! -declaró el caballero rojo, mientras recogía su yelmo (que traía colgado de su silla y tenía una forma así como la cabeza de un caballo) y se lo calaba.

-Por supuesto, guardaréis las reglas del combate, ¿no? -observó el caballero blanco mientras se calaba él también su yelmo.

-Siempre lo hago -aseguró el caballero rojo y empezaron ambos a golpearse a mazazos con tanta furia que Alicia se escondió tras un árbol para protegerse de los porrazos.

-¿Me pregunto cuáles serán esas reglas del combate? -se dijo mientras contemplaba la contienda, asomando tímidamente la cabeza desde su escondrijo. Por lo que veo, una de las reglas parece ser la de que cada vez que un caballero golpea al otro lo derriba de su caballo; pero si no le da, el que cae es él..., y parece que otra de esas reglas es que han de agarrar sus mazas con ambos brazos, como lo hacen los títeres del guiñol..., ¡y vaya ruido que arman al caer: como si fueran todos los hierros de la chimenea cayendo sobre el guardafuegos! Pero, ¡qué quietos que se quedan sus caballos! Los dejan desplomarse y volver a montar sobre ellos como si se tratara de un par de mesas.

Otra de las reglas del combate, de la que Alicia no se percató, parecia ser la de que siempre habían de caer de cabeza; y efectivamente, la contienda terminó al caer ambos de esta manera, lado a lado. Cuando se incorporaron, se dieron la mano y el caballero rojo montó sobre su caballo y se alejó galopando.

-¡Una victoria gloriosa! ¿no te parece? -le dijo el caballero blanco a Alicia mientras se acercaba jadeando.

-Pues no sé qué decirle -le contestó Alicia con algunas dudas-. No me gustaría ser la prisionera de nadie; lo que yo quiero es ser una reina.

Alicia a través del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora