Capítulo 4

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-¿Ves que bien estás? Pareces otro. Mírate en el espejo -dice Renato a Juan.

-¿El espejo... ?

-El espejo, claro... Aquí. Mírate. ¿No habías visto nunca un espejo?

-Tan grande, no. Es como un pedazo de agua quieta.

-No le pases la mano, que lo empañas -prohíbe Bautista, el criado-. ¡Habrase visto el salvaje...!

-Déjale en paz. Papá dijo que no lo molestara nadie.

-¿Y quién lo está molestando? ¿Qué más quiere él? Juan ha retrocedido un paso para mirarse de pies a cabeza en el espejo que tiene delante. Es, efectivamente, como un gran trozo de agua quieta que le devuelve entera su imagen... una imagen en la que parece otro, aunque es la primera vez, en los doce años de su vida, que puede contemplarse como ahora lo está haciendo. Hay un gran asombro de si mismo en la oscura mirada. Aunque tiene la misma edad que Renato D'Autremónt, es bastante más alto; su cuerpo, delgado y musculoso, tiene agilidad de felino; sus manos son anchas y fuertes, casi como las de un hombre; su frente es amplia y altanera, y sus rizados cabellos negros, ahora peinados hacia atrás, la dejan libre, dándole un vago parecido con el señor de Campo Real; la nariz es recta; la boca, firme y apretada en gesto amargo, que haría demasiado duro aquel rostro infantil sin los grandes ojos negros, aterciopelados... aquellos admirables ojos italianos, iguales a los de Gina Bertolozi.

-Ahora, ven para que te vean papá y mamá.

-¿Con el señor...? ¿Con la señora...?

-¡Pues claro! El señor y la señora son papá y mamá.

-Para ti, pero no para éste -interviene Bautista, despectivo-. Yo creo que no debes llevarlo al salón.

-¿Por qué no? Papá me dijo que tenía que enseñarle toda la casa, mis libros, mis cuadernos, mis trebejos de pintar, mi mandolina y mi piano.

-Enséñale todo lo que gustes, mas si no quieres disgustar a la señora, no lo lleves al salón, ni a su cuarto, ni a donde ella pueda mirarle. ¿Entendiste? Y tú, entiéndelo también: si quieres quedarte en esta casa, no te pongas por delante a la señora.

Solo, en aquella aislada habitación que es a la vez biblioteca y despacho, Francisco D'Autremónt ha vuelto a leer la carta que hundiera, arrugada, en sus bolsillos. La ha leído lentamente, desmenuzándola, deteniéndose en cada palabra, tratando de penetrar hasta el fondo cada una de sus frases. Después va hacia la pared central y, apartando unos libros, busca en el fondo de un estante la puerta disimulada de una pequeña caja de hierro, y arroja allí el papel, como si le quemara las manos.

-¡Eh! ¿Quién anda ahí? -indaga al oír cerrarse, cautelosamente, una puerta.

-Yo, papá.

-Renato, ¿qué haces escondiéndote en mi despacho?

-No estaba escondiéndome, papá. Entraba para darte las buenas noches...

-En todo el día no había vuelto a verte. ¿Dónde estabas?

-Con Juan...

-Podías haberte acercado con Juan. ¿Cómo le quedó, por fin, tu traje?

-Como hecho para él. A mí me quedaba grande, muy grande. Lo que no le sirvieron fueron mis zapatos. Se lo mandé decir a mamá con Bautista, mas ella dijo que no importaba que estuviera descalzo. Pero eso es feo, ¿verdad?

-Sí, muy feo. ¿Dónde está ahora Juan?

-Lo mandaron acostarse.

-¿Dónde... ?

Corazón SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora