Capítulo 9

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Y pasaron los años...

Esta es una historia que sólo podría pasar donde pasa... En la Martinica, tierra florida y convulsa, isla volcánica surgida al impulso de un borbotón de fuego, tierra de amores y de odios, de pasiones sin freno, de abnegaciones y de crueldades... Tierra sobre la que habrían de chocar aquellos cuatro corazones apasionados: Mónica, Aimée, Renato, Juan...

Entre las cuatro paredes de una celda hay una mujer en quien la vida intensa parece palpitar. Un mundo de pasiones arde en el cerco de sus grandes ojos y parece resbalar bajo la piel de sus pálidas mejillas. Sus manos finas, sensitivas, se enlazan como para una súplica, como para una oración, mas hay en ellas un crisparse desesperado. Esa mujer sufre, esa mujer ama, es como una hoguera que se consumiese alumbrando. Pero sobre su cuerpo grácil hay un hábito, un blanco hábito de novicia, y cuelga de su fina cintura un rosario. Sus pasos trémulos la llevan ante el crucifijo, y allí se desploma sollozando...

-Mónica, hija mía, ¿ha hablado ya con su confesor?

-Sí, Madre, abadesa.

-¿Y cuál fue su consejo? Supongo que el mismo que yo le doy.

-Si, Madre... -conviene Mónica Molnar, con un dejo de tristeza.

-¿Ve usted? Es demasiado pronto para profesar, para hacer los votos definitivos.

-Lo deseo ardientemente, Madre. ¡Con toda mi alma!

-Aunque así sea... No es un arranque, no es un arrebato lo que ha de llevarnos a vestir para siempre estos santos hábitos. Es una verdadera vocación, y hay que probar la suya, Mónica. Probarla, no aquí, no en esta santa casa, sino en la lucha, en el mundo, frente a la tentación...

-Yo no quiero volver al mundo. Madre. Yo quiero profesar. No me saquen de aquí... ¡No me rechacen!

-Nadie la rechaza. Si algo decidimos por fin en contra de su gusto, es por su bien. Ahora mismo voy a hablar con su confesor. Entre tanto, rece y aguarde, hija. Rece y eleve su corazón a Dios. -Y diciendo esto, la abadesa se aleja con pasos suaves.

-¡Dios mío! ¡Jesús mío! No permitas que me rechacen -implora Mónica Molnar asomando las lágrimas a sus lindos ojos- Admíteme entre tus esposas... Dame la paz y el amparo de tu casa... Que se cierre la herida de mi corazón... Que ese amor que me humilla y me avergüenza se acabe... ¡ Jesús mío, limpia mi corazón del amor humano y llámame a Ti!

Un hombre cruza las anchas tierras fértiles. Monta en el más arrogante caballo árabe que pisara la tierra americana, y viste finas ropas de caballero. Altivo y gallardo, con la fina  mano sostiene las riendas, mientras la espuela de  plata se clava en los ijares del bruto. Sus cabellos son rubios y lados, sus grandes ojos claros abarcan en una mirada de dominio toda la tierra hasta donde alcanzan: tierra de la que es amo y señor. A su paso se inclinan las espaldas, se descubren las cabezas humildes de los trabajadores, se deshojan, como azahares criollos, las flores blancas de los cafetales... Pero él no sonríe... su mirada es inquieta, convulso el pliegue que aprieta sus labios. Es un hombre que busca... que busca sin encontrar jamás...

-¡Bautista! ¡Bautista!

-Aquí estoy, niño Renato. ¿Qué le pasa?

-Vengo de los cafetales, y ya te hablé de eso el mismo día que llegué -le reprocha Renato D'Autremónt, disgustado, conteniendo a duras penas la cólera que le atosiga-. No es posible que esa gente siga trabajando en la forma en que lo hace. Es absurdo, inhumano... La jornada de catorce horas no es para hombres, no es para seres humanos y tú tienes ahí niños y mujeres. ¿Por qué?

-Sale más barato... Además, así llevan quince años y no ha pasado nada...

-Y también presos de la cárcel de Saint-Pierre, que trabajan encadenados. ¿Cómo es posible?

-¡Ay, ay, niño Renato! Usted trae la cabeza oliendo a Europa. Ya no sabe cómo son las cosas por acá. En tiempos de su señor padre...

-Mi padre era severo, no inhumano -le ataja Renato, francamente molesto.

-Las haciendas han rendido el doble desde que yo las administro -afirma Bautista en forma por demás insolente.

-¡No me interesa acumular más dinero! Quiero que trates a los que trabajan para mí, con justicia y bondad.

-La señora está conforme con cuanto yo hago...

-Es justamente lo que voy a averiguar. Pero esté o no conforme mi madre, yo sé lo estoy, y he de remediarlo -rezonga Renato, alejándose.       

Una mujer sonríe al vaivén de la hamaca. Se mece suave, bajo el beso de fuego del mediodía tropical. Del arroyo cercano llega un murmullo de agua, y no es de flor, sino de fruto dulce y maduro, el aroma que en torno suyo exhala. Parece descansar, pero no descansa: tiembla, arde, siente rugir pecho adentro, como el volcán enorme, sus pasiones inconfesables. Es una mujer que espera, que aguarda, como puede aguardar la pantera en acecho, como lentamente, a través de la tierra, crece la lava que  ha de desbordarse...

-¡Aimée! ¿Pero qué es eso? ¡Deja ese piano! ¡Basta! ¡Basta! ¿Cómo te atreves... ? -reprende Catalina Molnar a su hija.

-¿A tocar un can can? Deja que me veas bailarlo... Es la última moda en París. Mira esta revista...

-¡Quítame de delante ese papelucho! Si llegara tu novio..-. Si te viera Renato leyendo una cosa semejante.

-Por favor, mamá -protesta Aimée en tono burlón-. Yo, con Renato y sin Renato, haré siempre lo que me dé la gana.

-Muy mal camino para una futura esposa... y para una novia, mucho más. Si Renato supiera...               

-¡Basta, mamá! -Le ataje Aimée con brusquedad-. No sabrá nada si tú no se lo cuentas, y espero que no vayas a contárselo. Renato está muy lejos... Gracias a Dios, lo bastante lejos para dejarme en paz mientras nos casamos.

-¡Santa Bárbara! ¡Viren a estribor! ¡Bajen el foque! ¡Tres hombres a babor para achicar el agua! ¡A estribor... a estribor...! ¡Quítate, estúpido, déjame a mí el timón! ¿No ves que te vas contra las rocas? ¡Pronto!... ¡Fuera!...

Saltando sobre los escollos, desafiando los elementos desencadenados, una goleta marinera cruza frente al Cabo del Diablo, gira con asombrosa rapidez entre las rocas aguzadas y los bancos de arena, y enfila al estrecho canal que le lleva a una pequeña y segura rada. Negro está el cielo y hosca la tierra, pero el hombre que lleva el timón no vacila frente a la furia del cielo y el mar, salva el último escollo, vira en redondo, alcanza milagrosamente el amparo de los farallones y luego, con gesto orgulloso, deja la rueda en manos de su segundo, saltando sobre la húmeda cubierta.

-¡Echen el ancla... y un bote para tomar tierra!

Ha saltado sobre la arena de una playa, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar hacia dentro la frágil barca que hasta allí le ha llevado desafiando la tormenta que está en su apogeo. Con flexible soltura de felino da unos pasos alejándose del mar, y luego se vuelve para contemplarlo, como contempla también el cielo oscuro: con gesto desafiante. A la luz del relámpago se ilumina de pies a cabeza la figura del recio capitán de la nave. Es fuerte y ágil; los pies descalzos parecen agarrarse como topos a la tierra que pisa; tiene la piel tostada por la intemperie, el cuello fuerte y ancho, alto el pecho, las manos callosas, y el rostro altanero posee un diabólico resplandor triunfante. Es como un hijo de la tormenta, como un proscrito que se alzara contra el mundo entero, y contra el mundo entero se sintiese capaz de luchar... Tiene veintiséis años y es el más audaz navegante del Caribe. Las gentes le llaman: "Juan del Diablo"...

Corazón SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora