Capítulo 22

816 30 5
                                    





—Aimée, mi vida, ¿qué es esto? ¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes muy mal?

—¡Oh, déjame!

—Perdóname, pero no comprendo, Mónica dijo que estabas mejor y que me llamabas...

—¿Qué sabe esa imbécil... ?

—¿Imbécil tu hermana? —se sorprende Renato, profundamente estupefacto ante el exabrupto de su esposa.

—¡Imbécil, estúpida y entrometida! ¿Cuándo va a irse a su convento y dejarnos en paz?

—Pero, Aimée, yo creo que estás trastornada, fuera de ti... ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha pasado?

—¿Qué es lo que te ha contado ella?

—Nada me ha contado ni nada tenía que contarme. Tú eres la que me desconciertas. ¿Por qué hablas así de tu hermana? Es absurdo que reacciones contra ella de ese modo, cuando no puede ser más generosa, más solicita, más tierna contigo...

—¡Pobre Mónica! —suspira hipócritamente Aimée, algo tranquilizada ante las palabras de Renato.

—¿Ahora la compadeces?

—Es que no sé ni lo que digo...

Ha secado sus lágrimas, ha hecho un esfuerzo para reaccionar. Odia a Mónica. Sí, la odia, y el rencor le sube a los labios como una espuma amarga. Pero en el rostro de Renato ha visto una expresión dura, severa, grave, y astutamente recoge velas mientras le observa, mientras, como un relámpago de esperanza, cruza por su mente la idea de un plan disparatado, e interroga de nuevo:

—¿No dijo nada Mónica de mi desmayo?

—Sí, mi vida, dijo que los padecías, cosa que yo ignoraba. ¿Te ha molestado que lo dijera? No tiene nada de particular. Además, tenía que decirlo para tranquilizarnos. Comprendo lo que sientes: te molesta, te humilla la idea de padecer algo. Pero, mi amor, ¡qué tonta eres! Eso no tiene nada de particular... todos padecemos de algo. Tú eres maravillosa y perfecta. Ese pequeño mal vamos a curarlo, y si no se cura, es igual. Mi amor es para siempre y para todo, Aimée, en dicha y en dolor, en salud o en enfermedad. Te quiero para siempre, y como dice el rito protestante: ¡Hasta que la muerte nos separe!

Dulcemente, Renato ha estrechado a Aimée entre sus brazos. Poco a poco ha ido cambiando su expresión y su gesto, mientras, mejor que puede hacerlo nadie, halla en sí mismo la disculpa perfecta, que borra la dolorosa impresión de ingratitud, de dureza y violencia que por un momento le causaran las palabras de Aimée. Y mientras su amor salva generosamente la distancia, Aimée caza la intención al vuelo, demasiado astuta para no aprovecharse de cualquier ventaja que se le ofrezca, demasiado calculadora para no querer guardarse contra todo riesgo... aun con el escudo de una lágrima falsa.

—Aimée, mi vida, pero, ¿qué es esto? ¿Lloras otra vez?

—Perdóname-. Ahora es de pena por haber hablado mal de Mónica. Ella es muy buena, Renato.

—Sí, Aimée, inmensamente buena. Está haciendo una gran obra en el cuidado de los enfermos...

—Ya sé que estás encantado con ella; pero, de cualquier modo, su puesto no está aquí sino en su convento. Ella no es feliz con nosotros y es un egoísmo muy grande de nuestra parte empeñarnos en retenerla.

—Todavía no me he empeñado.

—Pero lo harás, te conozca muy bien. Y es un verdadero error de tu parte. El casado casa quiere. Tú y yo debíamos vivir solos, amor mío... solos en nuestra linda casa de Saint-Pierre. ¿No me respondes?

—Ahora no —evade Renato—, pero ya hablaremos de todo. Por el momento hay mucho que hacer en Campo Real, y como la suerte me pone a mano los colaboradores que soñaba...

Corazón SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora