Capítulo 3

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-¡Mama.  Mamaíta!... Por ahí viene ya papá. ¡Por ahí viene!
Brillantes los ojos de alegría, un momento encendidas por la emoción las mejillas, habitualmente pálidas que enmarcan los lacios cabellos rubios, un muchacho como de doce años ha entrado en la alcoba de la señora D'Autremónt, que abre los ojos, incorporándose lentamente en la amplia hamaca en que descansa.

-¿Ya? ¿Es posible? ¡Pero si no lo esperaba yo hasta el sábado!

Sofía D'Autremónt tiene una belleza delicada y frágil, grandes ojos de color turquesa, cabellos rubios, suaves y lacios como los del muchacho, y, como éste, pálidas mejillas de color ámbar.

Un momento ha desaparecido su gesto doliente ante la noticia que acaba de traerle su hijo. Y ya de pie, da unos pasos apoyándose en los delgados hombros de éste.

-¿Estás seguro que es tu papá quien llega?

-Pues claro, mamá,  Sebastián vino corriendo a avisar. Dice que desde lo alto de la loma vio a papá en su caballo blanco, y detrás los tres coches de la caravana. A lo mejor vienen llenos de regalos...

-¿Para ti?

-Para ti, mamaíta. Si ha llegado barco de Francia, papá te traerá de todo: telas de seda, perfumes, bombones y todas esas cosas que siempre te trae. Yo le pedí un reloj de bolsillo. ¿Me lo traerá?

-Seguramente, hijo. Pero llama a mis doncellas, a Isabel, a Ana... a la primera que encuentres. Tengo que peinarme, que vestirme...

-¡Señora, señora...! Dicen que el señor está llegando para acá -exclama Ana, la doncella, irrumpiendo en la alcoba.

-¿Tú ves? ¿Tú ves, mamaíta? (Ya está aquí)

-¡Jesús! Ayúdame a peinarme Ana. De cambiarme de ropa no hay tiempo, pero...

-La señora está, como siempre, linda y arreglada. No miente la doncella mestiza. Como siempre, la señora D'Autremónt está impecable. Un fino traje blanco adornado con amplios encajes, medias de seda, zapatos de tacón Luis XV y un fino aderezo con el que muy bien podría presentarse en cualquier centro elegante de su tierra natal. Sin embargo, sólo está en la gran casa, centro de las plantaciones de Campo Real, mansión enorme y sólida, de amplísimas estancias suntuosas, grandes lámparas y pisos brillantes como espejos; tan lujosa, tan señorial, con sus lunas de Venecia y sus consolas doradas, que resulta anacrónica en el corazón de aquella isla americana, tórrida y salvaje; pero es digna morada ,de la frágil dama que avanza paso a paso sobre el pulido parquet, una mano apoyada en el brazo de su doncella favorita, otra sobre la dorada cabeza de aquel hijo único tan extraordinariamente pareado a ella.

-¡Ahí está papa? -grita el muchacho, alejándose alborozado. Ha corrido al encuentro del jinete que ya se detiene frente a la entrada principal y desmonta de un salto del brioso caballo, arrojando las riendas a la media docena de sirvientes que han acudido para atenderle y saludarle. Y desde la semipenumbra de la ancha galería, Sofía D'Autremónt contempla, con ojos de celosa enamorada, la figura varonil, altanera y gallarda, ante la que todos se inclinan, porque él amo de Campo Real es soberano indiscutible de la tierra que pisa.

-¿Me trajiste el reloj, papá?

-No; hijo. No tuve tiempo de buscarlo.

-¿Y la caja de colores? ¿Y las cuerdas para mi mandolina?

-Lo siento, pero en este viaje no hubo tiempo para buscar nada.

-Francisco... -murmura Sofía, acercándose a su esposo.

-Sofía... ¿cómo estás? -indaga D'Autremónt, afectuoso y tierno.

-Como siempre... Pero dejemos mis achaques. ¿Cómo es que has regresado tan pronto? Todavía no te esperábamos...

Corazón SalvajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora