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Nunca dejes de sonreír, ni siquiera cuando estés triste, porque nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisaDos desconocidos que pronto dejarían de serlo caminaban despreocupadamente por las calles. Él con su sonrisa de niño al borde de la comisura de los labios, mirando hacia delante con esa pose engreída y cautivadora que acostumbraba a arrastrar a todas partes. Solo le importaba la pequeña porción de mundo que se desplegaba ante sus ojos. Su cabello rubio daba la sensación de que bailaba con el viento. Esa tarde llevaba una cazadora negra y unos vaqueros que parecían una extensión más de su cuerpo. Ella avanzaba risueña, concentrada en sus pasos, en el canto ahogado de un día que ha llegado a su fin y que entona sus últimas estrofas. De la mano le colgaba la cadena de su adorable perra Nala que, aunque la pobre no sabía hablar —al menos no en el idioma de su dueña—, ladraba al infinito. O más bien a él, pues sabía que se acercaba hacia ellas, fiel esclavo del destino. 

Caminaban relajados, deshaciéndose de las prisas, de la incomodidad propia de aquel que habitúa a sortear personas por todos los flancos posibles, de la tensión de perder el próximo tren y no llegar a su destino... Contemplaban a los rezagados correr hacia los supermercados, ya desérticos, a por las últimas provisiones del día; estudiantes que llegaban a casa agotados tras un día intenso de estudio, trabajadores que se en caminaban a su merecido descanso. A ella le gustaba mirarlos, inventar historias sobre ellos. Él prefería ir a su aire y observarlos solo cuando algo llamaba realmente su atención.

Seguimos tranquilamente su recorrido, nadie los observaba ni reparaba en ellos. Dos invisibles listos para brillar como la más reluciente y amable de las estrellas.

De pronto, Nala comenzó a ladrar, obligando a su dueña a detenerse.

    —Shh, Nala... —la tranquilizó la chica en un tono cariñoso y maternal, acariciando el pelaje del animal.

Un golpe de aire las sacudió, aunque en realidad era el destino, impaciente por descubrir el resultado de sus maquinaciones.

Ella estaba agachada, intentando tranquilizar a una Nala que no dejaba de retorcerse. Él caminaba confiado, sintiéndose, como siempre, invencible. Su cabeza se hallaba a miles de kilómetros de su cuerpo y, por esa misma razón, no reparó en la chica que, agachada frente a su perra, se sentía al fin complacida por haber conseguido calmarla. Lo que la joven no sabía, ni sabrá nunca, es que no consiguió apaciguarla, sino que esta dejó de ladrar de puro pánico: el peligro se acercaba sin parangón hacia ellas... y llevaba una cazadora negra.

El chico tropezó con la chica y cayó al suelo, ¡cómo iba si quiera a reparar en ella si estaba otra vez imaginando mundos!—¡Ay! —exclamó él.—¡Ay! —exclamó ella.
Y Nala no pudo hacer otra cosa que gemir a la noche.El mundo se paró, se detuvo apenas un segundo, hasta que el joven le dio su beneplácito estallando en carcajadas. Una risa  fuerte, embriagadora, comparable a la melodía del flautista deHamelín. Ella aún no lo sabía pero esa risa se convertiría en sufin. De repente, él se levantó y se quedó mirándola fijamente, como si fuera la primera vez que veía a una chica, con curiosidad y detenimiento. Ella le miraba desde el suelo, avergonzada y confundida, con los ojos muy abiertos. Entonces, la expresión del joven cambió radicalmente, tiñéndose de displicencia y confusión. La chica le miró sin comprender intentó formular una pregunta que murió antes de nacer, pues este se alejó en la inmensidad de la noche y desapareció de su vista girando en una calle a la derecha.

Se quedó aturdida. No sabía muy bien lo que acababa de ocurrir. Le parecía un sueño, lejano e irreal. No obstante, si agudizaba el oído todavía era capaz de escuchar su risa melodiosa. Agitó la cabeza para apartar las ideas de su mente, y en ese preciso instante reparó en Nala, que la miraba lastimera, compadeciéndose de ella. Se levantó y se dirigió hacia su casa, envuelta en un halo de surrealismo.

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⏰ Última actualización: Aug 18, 2015 ⏰

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