La despedida
CUANDO CUMPLÍ VEINTE AÑOS regresé a la ciudad y me hice cinco promesas: empezar a leer otra vez; anotar, junto con sus definiciones, las palabras nuevas con las que tropiezo cuando leo y elaborar un diccionario personal; memorizar un poema por semana; no visitar la tumba de mamá antes del Chuseok, y pasear por la ciudad un mínimo de dos horas al día.
No había terminado mi primer semestre de universidad cuando mi madre falleció.
Antes de que su enfermedad empeorara yo acudía cada miércoles al gran hospital de la ciudad donde había sido admitida y luego dada de alta, dejaba su receta en la farmacia, me sentaba en la sala de espera y aguardaba a que el número escrito en el papelito que tenía en la mano apareciera en la pantalla electrónica. Cuando el número aparecía con un «ding», deslizaba el papelito por la ventanilla. Tras una breve espera, una cesta con la medicación semanal de mi madre era empujada a través de la ventanilla hacia mí. Cada miércoles repetía mi viaje hasta la farmacia para comprar las pastillas de mi madre y enviárselas por correo. Cuando la telefoneaba para decirle que ya estaban en camino, me decía: «¡Hija mía!», con su voz inalterable. «¡Buen trabajo, hija mía!», o «¡Gracias, hija mía!»
Cuatro días antes de su muerte me llegaron por correo el anillo que siempre lucía y un kimchi de hojas de perilla.
—Ya sabes que el kimchi de hojas de perilla te encanta. —Su voz al otro lado del teléfono sonaba animada—. ¡Y siempre he querido que tuvieras ese anillo, mi niña!
Yo no tenía ni idea de que moriría tan pronto.
Cada vez que pensaba en el hecho de que había muerto después de envasar kimchi de hojas de perilla y quitarse el anillo, envolverlo y enviármelo, me frotaba inconscientemente los ojos con fuerza, como si quisiera arrancármelos. Ahora ya no tenía ninguna medicación que recoger en la farmacia. Sin embargo cada miércoles por la mañana se me podía encontrar sentada en la sala de espera de aquel hospital. Era mi rutina de los miércoles. No esperaba que saliera ningún número, pero cada vez que el visualizador hacía «ding» alzaba la vista y observaba el cambio en la pantalla. Al rato me levantaba y pensaba: «Hora de ir a clase», pero en lugar de eso me descubría dirigiéndome a la estación y subiéndome a un tren. Algunas mañanas incluso llegaba hasta la empinada calle de la universidad, pero siempre acababa dando la vuelta y encaminándome a la estación. Una vez allí compraba un billete para el primer tren que partiera.
El tren iba casi vacío a esa hora del día. Podías sentarte donde quisieras, independientemente del asiento que tuvieras asignado. Había días que era la única persona en todo el vagón. Los asientos vacíos parecían libros gruesos de los que no se había leído ni una sola página. Miraba por la ventana o jugueteaba con los dedos hasta que el revisor anunciaba que el tren estaba llegando al pequeño pueblo donde nací. Cuando divisaba el río, volvía la cabeza y lo miraba fijamente hasta que se perdía en la distancia, y cuando las montañas aparecían de repente ante mis ojos, me recostaba en el asiento. Si el tren entraba en un túnel justo cuando estaba observando los pájaros que habían aparecido de súbito sobre un campo, cerraba fuertemente los ojos aunque no hubiera nada que ver. En cuanto el tren se detenía en mi pueblo, me asaltaba un apetito atroz. Entraba en la tienda de noodles frente a la estación y engullía un cuenco entero, y solo entonces me daba cuenta de dónde estaba y murmuraba para mí: «Mamá, he vuelto».
La muerte de mi madre no fue la única razón de que decidiera solicitar una excedencia en la universidad. La facultad en la que estudiaba poseía el ambiente bohemio típico de las escuelas de bellas artes. Unos estudiantes encajaban al instante, mientras que otros se encontraban solos. Yo era de los segundos. Dudo que alguien conociera siquiera mi voz. Los chicos estaban más interesados en protestar o beber que en ir a clase, y las chicas estaban demasiado ocupadas realzando su belleza o deprimiéndose hasta el exceso. Era la clase de lugar donde podías citar frases de Hamlet u Ofelia en medio de una conversación sin que a nadie le llamara la atención. Allí se consideraba una señal de individualidad cantar todo el rato o sentarse en un lugar y mirar a alguien sin pestañear. Era la clase de gente que atraía tu atención incluso cuando no estabas pendiente de ellos. Con mi estilo corriente, tenía la sensación de estar siempre sola. Todo lo que decían me sonaba como el idioma de una tierra lejana. Pero no pedí una excedencia porque me sintiera sola. En aquel entonces habría sido la rara allí donde fuera.
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Primavera Helada - Kyung Sook Shin
RomanceEl teléfono suena en casa de Yun. Es Myeong-Seo, su amor de la universidad, de quien no sabe nada desde hace ocho años. Llama para decirle que uno de sus profesores más admirados está a punto de morir. Su voz, los sentimientos que en ella despierta...