Esa mañana de viernes.

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Al poner un pie fuera del umbral, sentí como el frío mordía mis tobillos, y besaba mi cuello y finos dedos. Miré hacia el cielo: un día sábado por la mañana tan despejado, que dejaba ver las estrellas en esta gran capital. Saqué las llaves y abrí la puerta de mi casa. Al caminar, embobada por la belleza del cielo y sus brillos infinitos. El viento rozaba mi rosto y movía mi corto cabello y sentía como quemaba mis labios con delicadeza. Mis manos se balanceaban de forma mística a cada lado de mi cuerpo, y en mis oídos se escuchaba la canción que me reflejaba ese día. Después de contarle demasiadas cosas al la almohada, y de dejar el llanto entre las sábanas, salir a la calle era como romper un vaso de cristal: estrepitoso. Di la vuelta a la manzana y vi la entrada al metro. Seguí caminando por la vereda y al estar a punto de sumergirme en el mar de cuerpos, le dije adiós a las estrellas. Siempre me han gustado. Mucho. Di la vuelta a el torniquete y allí estaba: el destino, mejor conocido como metro-tren. Y, parada en la inmensidad de lo subterráneo, me eché a llorar dulcemente. No era de caprichosa, si ni por el dolor punzante de cada palabra que yo había enviado en un mensaje de texto, la noche anterior a las 00:49 AM. Era dolor de alma que llevaba encadenado a mis muñecas esa mañana de viernes.

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