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Anochecía y con la noche vino el frío.

Era una vendaval de proporciones fuertes, pero casi imperceptible para la única habitante de ese su hogar.

Ella bien conocía la historia de su casa ubicada en un pueblo rural, la había comprado muy barata. Demasiado, cosa que extrañaba, puesto que una casa de esas proporciones -de dos pisos, con un muy pulido para la venta piso de madera con sótano y varias ventanas- aunque no tan grande muy acogedora con un patio frontal que lo compensa y muy bien.

El porche ¡ah!, el hermoso porche pintado de un blanco tan reluciente que sería una pérdida de dinero muy grande volver a pintarlo así. Era una obra maestra el brillo que emanaba de la pegajosa pintura blanca y porque a esta pintura reluciente se la debe acompañar con mueblería lujosa se compró un juego: una hamaca de dos plazas, sujetadas por cadenas brillantes, una mesa de metal también blanca pero no muy grande en medio de dos sillones de mimbre, que eran los únicos que no hacían juego pero la comodidad que transmiten hacen prescindir de estos detalles.

Adentro pues, habían tres habitaciones. Al entrar por la puerta principal ya se pueden observar dos sillones largos de color marrón y una mesa de madera con hojas de arce, un gramófono portátil sobre una cómoda con tres plazas, repletas de discos de variada índole y nada más. Hacia la derecha había un pasillo el cual al final comunicaba con el baño, común y corriente pero aún así elegante. Hacia la izquierda del pasillo un gran cuadro con una réplica de la pintura La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix y unas cuantas mesas circulares pequeñas con nada más que su única función: sostener floreros. Tenía dos y ambas eran violetas persas, pero como aún no habían indicios de una floración próxima solamente podía verse sus hojas de forma de corazón alargado con manchas de un verde más claro en medio para así, en el centro de esta hoja, volver a retornar su color oscuro.

A la derecha había una habitación que conducía a una escalera y a dos habitaciones extras con baños privados. En el piso de arriba, que es un poco más pequeño, se hallaba su dormitorio con una cama matrimonial para ella sola, siempre bien arreglada y dos cómodas de madera de arce a los costados, nada más al despertarte puedes ver por la ventana ya que la cama está prácticamente pegada por la pared, la misma que da hacia la calle.

Ella, Rosana, la había comprado a tan solo 120.000.000 de su moneda nacional -que era en base a 1000-, y como había venido vacía ella la había adornado a su gusto. Claro que Rosana no es tonta y preguntó porqué era tan barata, algo tendría que tener.

El vendedor de bienes raíces le contó pues la historia:

-En esta casa, su dueña anterior había matado a su familia y ella se había suicidado. Los familiares del esposo y unos cuantos de ella retiraron los pocos muebles que tenían y encontraron también un cuaderno con algo escrito. Ignoro realmente lo que decía, pero ellos por su fuerte convicción cristiana mandaron llamar a un sacerdote a que bendijera la casa. ¡Ah! y encontraron un cadáver, el de la señora en cuestión en el piso de arriba. El resto estaba enterrado en el patio, se notaban bien por la reciente tierra removida, cerca de un árbol donde también plantó estos rosales. ¿Los ves?, los cuerpos sirvieron de abono durante una semana hasta que llamaron a la policía a que investigase puesto que nadie sabía nada de la familia Pinillo. En conmemoración a ese entierro, los oficiales volvieron a plantar estas rosas blancas y rojas sangre.

Rosana se asustó, sí, pero era algo normal. Lo que la asustaba era dormir, puesto que encima mismo de la viga donde todavía había un pedazo de soga que, por miedo, no se atrevió a quitar.

Transcurrió el tiempo y se volvió senil. Su vida realmente no tuvo muchas sorpresas, de a poco fue superando el miedo a dormir. A veces imaginaba el cuerpo y sentía como la punta de los pies le tocaba la sábana mientras dormía y cuando miraba arriba veía su cínica sonrisa, una experiencia casi tangible porque el frío pie se sentía a través de la sábana. Era un sueño que iba periódicamente en aumento.

Un día recibió la noticia de que su hija se había casado, de tanta felicidad invitó a su reciente esposo y a ella a una cena a la casa. Prepararía su platillo favorito: tarta de bayas. Sabía que se habían casado porque Sofía iba a tener a su hijo y que su esposo, un militar era un muy buen tipo.

Iba a agarrar algunas bayas que sabía estaban cruzando la carretera y las había descubierto hace poco (los pocos vecinos que tenían a varios metros de allí se guardaban el secreto para sí). Y como el paso del reloj también le había quitado de a poco la vista y la capacidad auditiva no había visto el enorme camión de dieciséis ruedas que venía, y mucho menos oír el bocinazo y el sonido que hace al intentar frenar. El conductor sí que escucho un sonido que nunca se le olvidaría: el sonido de huesos rompiéndose y de intestinos saliendo de su flácido y senil cuerpo.

Esta vez era la ruta la asesina. Era el bosque. Era el tiempo.


Historias de una casa hacia la carreteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora