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Del señor Dvrak podría decirse un renegado, inclusive un misántropo pero el hecho es que, antes de conocer a alguien, todas las personas son así.
Eduardo Dvrak había empezado profesando sus creencias a seres diabólicos-como ya dijimos- a los 30 años, vivió tan longevamente como los 70 años.
Él lo hacía por renegación de sus raíces puesto que siempre fue rebelde desde su infancia, cosa que a medida que maduraba, su deseo de rebeldía, de lucirse-porque a fin y a cabo era eso-, de resaltar. Dvrak en su madurez comprendió esto y por quizá curiosidad, cosa que va de la mano con la rebeldía, se unió a la Iglesia de Satán.
Los ritos que realizaba no eran para pedir cosas porque él decía-lo aprendió de su padre, porque aunque se reniegue contra ellos las lecciones que dan son eternas- que del sudor de la frente hay que comer, sino que eran para alabarlo y agradecerlo.
Esto no lo hacía solo. Lo acompañaban dos de sus compañeras: Carmen y Adriana.
Ellas y Eduardo solían empezar estos ritos los viernes a partir de las 3 de la mañana, pero era después de la Víspera de Todos Los Santos cuando, según ellas, hay más demonios rondando.
Dibujaba con tiza un pentagrama que llenaba tres cuartas partes de su sótano, que no era muy grande y estaba bajando una estalera de unos doce peldaños con un pasamanos que dejaba astillas.
Adriana venía del cementerio recién inaugurado con un cadaver relativamente reciente mientras Carmen la ayudaba. En tanto eso Dvrak preparaba el sótano y lo iluminaba con velas negras.
Aprovechaban los entierros recientes por la tierra recién removida y en movimientos casi tan veloces como la luz ya tenían a un muerto fresco. A veces no tenían suerte y robaban o compraban gallinas negras. Los rituales no necesariamente necesitaban sacrificios, sino que también -en caso de que odien profundamente a alguien- pueden quemar fotos de personas y hacer sus oraciones.
De su boca nunca salían cosas edificantes, ni críticas que construyan, sino solo odio. Aunque no necesariamente sean estos los satánicos.
Dvrak no era rencoroso, pero igual acompañaba a Carmen y Adriana a estos.
Todo lo que pasa es consecuencia de algo, sea bueno o malo y como que invocar a espíritus malignos no es bueno, eso y con el hecho de que hizo un ritual solo y con la avanzada de 70 años, olvidó cerrar uno de estos portales, dando cavida a una entrada. El sabía que lo había abierto momentos después de salir del sótano, no era idiota, pero consciente de su senilidad lo dejó ahí, conociendo perfectamente las consecuencias que acarreaba esto.
Pasado una hora, Eduardo ya empezaba a escuchar y sentir a los seres que invocaba recordando la primera vez, y de esta ya no se podía escapar.
Tiernamente y con seguridad cerró los ojos mientras sentía pisadas grotescas, pesadas y chirridos ir hacia él. Se había acostado en la cama con los dedos de ambas manos entrelazadas sobre su pecho, se apreciaba también una sonrisa de viejo que parecía más indisgusto que alegría. Las arrugas y el tiempo habían hecho sus cambios.
Se acercaba cada vez más, lo sentía.
Un gélido viento inundó la habitación superior, seguido de un hedor putrefacto. Abrió los ojos y reconoció a la última persona -mejor dicho, cadáver-, que había utilizado para sus perversos fines. Lo seguía la anterior, y la anterior. Llenó, de una forma inexplicable un número ascendente a cuarenta y tres en pocos minutos y continuó con otra tropa de sesenta y dos para finalizarla en el total de ciento cinco personas, cadáveres, almas o lo que fueren ya. La habitación no era lo suficientemente grande pero aún así entraron todos los seres que él había, junto con sus compañeras, sacrificado.
No podía dejar de abrir los ojos hasta que ya no pudo cuando vió a Rebeca Suein, la primera. La cual había elegido para empezar. Una característica esencial de ella era que él no la había exhumado, ni sus compañeras. Él la había matado. Cuando hubo terminado-mal, por cierto- y volvió a buscarla. Rebeca era Virgilio que llevaría a Eduardo al infierno. Pero él ya no saldría.
La primera vez se había escapado de ella y de los demonios, con el juramento seguido de blasfemias de que iba a regresar. Lo cumplió.
Dvrak no gritó, no se escandizó.
Dictó algunas blasfemias y Virgilio -Rebeca- se acercaba hacia su integridad y lo llevó en brazos como a un niño, bajando por las escaleras del sótano, desapareciendo en la penumbra.

Historias de una casa hacia la carreteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora