3. Sé tu animal interno.

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Naya cayó de rodillas mientras resollaba, el sol comenzaba a ponerse en el horizonte y aquella zona estaba completamente solitaria a aquella hora. Habían pasado dos semanas desde que había regresado y apenas conseguía el permanecer en forma Anima. Según lo que le habían explicado, o lo que ella había alcanzado a comprender, cada uno de ellos representaba a un Animal. Aquel que mejor encajaba con su personalidad, aunque muchas veces uno no tenía idea de ello. La marca que adornaba sus cuerpos, no sólo servía para que se encontraran entre ellos; dejaba constancia de qué Animal era su guardián, y también era lo único que se interponía entre su vida y su muerte. En el caso de Naya, se encontraba en el costado derecho, sobre sus costillas y representaba un leopardo. Le estaba costando un poco el conocer sus habilidades ya que no estaba acostumbrada a mantener esa forma.

Se pasó el dorso de la mano sobre la frente para secarse el sudor. Miró a la lejanía de la ciudad, donde las luces comenzaban a encenderse lentamente, llenando el entorno de ríos de neón, que serpenteaban a lo largo de las carreteras y se reflejaban en la superficie del mar, se puso de pie mientras buscaba su botella con agua. Por lo visto no importaba si regresabas de la muerte, tu cuerpo seguía teniendo las mismas necesidades. Y después de cada entrenamiento, la chica había tomado la costumbre de bajar a comer algo en aquella cafetería con el piano de cola. Cada noche se sentaba en el mismo lugar mientras comía postres y café, miraba el instrumento y después de pagar la cuenta salía de ahí sin acercarse a tocar ni una nota.

—Diez minutos. —señaló Doug que estaba tirado en el suelo con un cronometro en mano —Bueno al menos estas mejorando.

—¿Quieres intentar otra pelea cuerpo a cuerpo? Creo que eso se me da bien.

—Soy curioso, no estúpido.

La primera vez que ella había querido probar su velocidad y agilidad, Doug se había propuesto a sí mismo como conejillo de indias. Resultó que la chica lo venció cuatro veces seguidas. Naya alcanzaba una aceleración de locura cuando comenzaba a correr, recorría distancias olímpicas en cuestión de segundos, era flexible y elegante como cualquier gato y tenía una perfecta visión nocturna. Pero no lograba conservar su forma real.

—Oh, vamos, Doug, la niña necesita entrenar con alguien— dijo Harriet mirando a Doug a modo inocente, para luego soltar una carcajada. Bien, ella parecía la niña de aquel lugar, pero en realidad, la más joven era Naya. Harriet gozaba de unos cuarenta y tantos.

Se encontraba sentada un par de metros más allá de Doug, releyendo el séptimo libro de Harry Potter, lectura que el chico le había prestado; cuidaba aquel libro casi tanto como su vida, la última vez que le regresó a Doug un libro maltratado (y mira que solo era una pequeña manchita de café), al pobre casi le daba un ataque. Dejó de hablarle durante una semana entera.

Una sombra los cubrió, ellos levantaron la vista para contemplar la envergadura de aquellas alas doradas. A Harriet siempre le había quitado el aliento el ver al chico en aquella forma, con su cabello castaño despeinado, aquella barba incipiente y esas majestuosas alas de águila que siempre le recordaban a un ángel. Al darse cuenta de que lo estaba mirando fijamente como una niña tonta, apartó la mirada.

Doug hizo un ademán de tomar el cronómetro y lanzárselo a la cabeza; en primer lugar por intentar que la gata lo usara de poste para afilarse las uñas, no tenía nada personal contra Naya, pero prefería estar completo y sin rasguños. En segundo lugar, porque Harriet no parecía ser consciente del efecto que James provocaba en ella. Entre muchas de las cuestiones de ser un soldado de la luz, estaba escrito con letras mayúsculas que ellos no podían enamorarse. Bueno, Doug había sido un científico en su vida pasada y estaba listo para tirar aquella teoría y un montón más a la basura. Tenía las pruebas delante y babeando.

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