Cariño, no valgo la pena.

9

Draco no podía salir de su habitación, ya que estaba petrificado por el miedo.

Entraba en pánico cada vez que pensaba en la posibilidad de encontrar mortifagos rondando por la casa, destruyendo la vajilla isabelina de su madre, los muebles importados que su padre había traído de Francia, orinando en los rosales, insultando como marineros y actuando como reyes, o encontrar a Voldemort Cruciando a sus padres por vaya a saber qué.

La guerra había terminado hace meses pero Draco parecía no estar enterado, y aterrorizado se había encerrado en su cuarto, su rincón de paz.

La elfina domestica de la familia se había encargado de alimentarlo y asegurar que no muriera de frio o de pena; y ahí entro Blaise.

Luego del llamado de la elfa, quien rogaba por ayuda, se instalo en la mansión y se encargó de repetirle diariamente que era el gran Draco Malfoy, príncipe de Slytherin, heredero del ancestral apellido Malfoy, que el hijo de puta de Voldemort había perdido y que ya todo había pasado.

Draco mejoro, algo.

Una mañana, luego de varios meses de que su amigo lo visitara diariamente, este lo encontró en el jardín (la parte que no había sido completamente destruida por los aurores) tomando té solo y disculpándose con el aire.

Desde día Draco empezó a tener un brillo en los ojos que antes no estaba, un brillo de conciencia desgarradora.

Que hablara costo un poco más de tiempo, pero al final el rubio podía expresarse sin tartamudear y su voz, si uno se concentraba, lograba ser más fuerte que la brisa.

Pero lo Blaise no pudo lograr, aun humillándose a niveles insospechables, fue que volviera a ser el de antes.

Draco, quien se daba cuenta de los esfuerzos de su amigo, logro una imitación barata de su el pasado.

Blaise no se contentó más sabia que no podía hacer nada, a Draco no le importaba vivir o morir, y la razón por la que lo tenía a su lado era el mal designio de las cartas y el encaprichamiento de estas por mantenerlo vivo.