Crepúsculo de los ídolos Cómo se filosofa con el martillo

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Este escrito, que no llega siquiera a las ciento cincuenta pá­ginas, de tono alegre y fatal, un demón que ríe, obra de tan pocos días que vacilo en decir su número, es la excepción en absoluto entre libros: no hay nada más sustancioso, más in­dependiente, más demoledor, más malvado. Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito. Lo que en el título se denomina ídolo es sencillamente lo que hasta ahora fue llamado verdad. Crepúsculo de los ídolos, di­cho claramente: la vieja verdad se acerca a su final.

2

No existe ninguna realidad, ninguna «idealidad» que no sea tocada en este escrito (tocada: ¡qué eufemismo tan cir­cunspecto!...). No sólo los ídolos eternos, también los más recientes, en consecuencia los más seniles. Las «ideas mo­dernas», por ejemplo. Un gran viento sopla entre los árboles y por todas partes caen al suelo frutos, verdades. Hay en ello el derroche propio de un otoño demasiado rico: se tro­pieza con verdades, incluso se aplasta alguna de ellas con los pies; hay demasiadas... Pero lo que se acaba por co­ger en las manos no es ya nada problemático, son deci­siones. Yo soy el primero en tener en mis manos el metro para medir «verdades», yo soy el primero que puedo deci­dir. Como si en mí hubiese surgido una segunda concien­cia, como si en mí «la voluntad» hubiera encendido una luz sobre la pendiente por la que hasta ahora se descendía. La pendiente, se la llamaba el camino hacia la «verdad». Ha acabado todo «impulso oscuro», precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino rec­to. Y con toda seriedad, nadie conocía antes de mí el ca­mino recto, el camino hacia arriba: sólo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura; yo soy su alegre mensajero. Cabalmente por ello soy también un destino.

3

Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí la ingente tarea de la transva­loración, con un soberano sentimiento de orgullo a que nada se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en tablas de bronce, con la segu­ridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de co­lores encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, to­dos los grados intermedios entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi agradecimiento quiere otorgar el re­galo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de inciden­cias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado, mi residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado durante la primavera, via Carlo Alberto 6, III, frente al imponente palazzo Carignano, en el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la piazza Carlo Alberto y, por encima de ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme dis­traer un solo instante me lancé de nuevo al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran victoria, conclusión de la Transvaloración; ociosidad de un dios por las orillas del Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de Crepúsculo de los ídolos, la corrección de cuyas galeradas había constituido mi recrea­ción en septiembre. No he vivido jamás un otoño semejan­te ni tampoco he considerado nunca que algo así fuera posi­ble en la Tierra, un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e indómita.

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Cómo se llega a ser lo que se esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora