Por qué soy tan sabio

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La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a su fatalidad: yo, para expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mí madre vivo to­davía y voy haciéndome viejo. Esta doble procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo. Esto, si algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partidismo en relación con el problema global de la vida, que acaso sea lo que a mí me distingue. Para captar los signos de elevación y de decadencia poseo yo un olfato más fino que el que hombre alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par excellence [por excelencia], conozco ambas cosas, soy ambas cosas. Mi padre murió a los treinta y seis años: era delicado, amable y enfermizo, como un ser destinado tan sólo a pasar de largo, más una bondadosa evoca­ción de la vida que la vida misma. En el mismo año en que su vida se hundió, se hundió también la mía: en el año trigésimo sexto de mi existencia llegué al punto más bajo de mi vitalidad: aún vivía, pero no veía tres pasos delante de mí. Entonces –era el año 1879– renuncié a mi cátedra de Basilea, sobreviví durante el verano, parecido a una sombra, en St. Moritz, y el invierno siguiente, el invierno más pobre de sol de toda mi vida, lo pasé, siendo una sombra, en Naumburgo. Aquello fue mi mínimum: El caminante y su sombra nació entonces. Indudablemente, yo entendía entonces de sombras. Al invierno siguiente, mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y aquella espiritualización que están casi condicionadas por una extrema pobreza de sangre y de músculos produjeron Aurora. La perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso exuberancia de espíritu, que la citada obra refleja se compaginan en mí no sólo con la más honda debilidad fisiológica, sino incluso con un exceso de sentimiento de dolor. En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy, en mejores con­diciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence, por ejemplo en el caso más famoso de todos: en el caso de Sócrates. Todas las molestias producidas al intelecto por la enfermedad, incluso aquel semiaturdimiento que la fiebre trae consigo, han sido hasta hoy cosas completamente extrañas a mí, por los libros he tenido yo que informarme acerca de su naturaleza y su frecuencia. Mi sangre circula lentamente. Nadie ha podido comprobar nunca fiebre en mí. Un médico que me trató largo tiempo como enfermo de los nervios acabó por decirme: «¡No! A los nervios de usted no les pasa nada, yo soy el único que está enfermo.» Imposible demostrar ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico. También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera, es tan sólo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado también mi fuerza visual. Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances [matices], aquella sicología del «mirar por detrás de la esquina» y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual se refinó todo dentro de mí, la observación misma y todos los órganos de ella. Desde la óptica del enfermo elevar la vista hacia conceptos y valores más sanos, y luego, a la inversa, desde la plenitud y autoseguridad de la vida rica bajar los ojos hasta el secreto trabajo del instinto de décadence. Este fue mi más largo ejercicio, mi auténtica experiencia, si en algo, en esto fue en lo que yo llegué a ser maestro. Ahora lo tengo en la mano, poseo mano para dar la vuelta a las perspectivas: primera razón por la cual acaso únicamente a mí me sea posible en absoluto una «transvalora­ción de los valores.»

Cómo se llega a ser lo que se esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora