Por qué soy yo un destino

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Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el re­cuerdo de algo mostruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de con­ciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, con­tra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos con­migo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pe­sar de ello –puesto que nada ha habido hasta ahora más em­bustero que los santos–, la verdad habla en mí. Pero mi ver­dad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autog­nosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la men­dacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir –en oler– la mentira como mentira. Mi genio está en mi na­riz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, co­nozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el con­cepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un desplaza­miento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absor­bido en una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política.

2

¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi Zaratustra.

-y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.

Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésa es la bondad creadora.

Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Co­nozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el aniquila­dor par excellence.

3

No se me ha preguntado, pero debería habérseme pregun­tado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del pri­mer inmoralista, el nombre Zaratustra; pues lo que consti­tuye la inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra fue el primero en ad­vertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la mo­ral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Mas esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia ma­yor y más extensa que ningún otro pensador –la historia entera constituye, en efecto, la refutación experimental del principio del denominado «orden moral del mundo»–: mayor importancia tiene el que Zaratustra sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina, y sólo ella, consi­dera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la cobardía del «idealista», que, frente a la rea­lidad, huye; Zaratustra tiene en su cuerpo más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y dis­parar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por veracidad, la auto superación del moralista en su antítesis –en mí– es lo que significa en mi boca el nombre Zaratustra.

Cómo se llega a ser lo que se esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora