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Para ser justos con El nacimiento de la tragedia (1872) será necesario olvidar algunas cosas. Ha influido e incluso fascinado por lo que tenía de errado, por su aplicación al wagnerismo, como si éste fuese un síntoma de ascensión. Este escrito fue, justo por ello, un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo a partir de aquel instante se pusieron grandes esperanzas en su nombre. Todavía hoy se me recuerda a veces, en las discusiones sobre Parsifal, que en realidad yo tengo sobre mi conciencia el hecho de que haya prevalecido una opinión tan alta sobre el valor cultural de ese movimiento. He encontrado muchas veces citado este escrito como El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la música; sólo se ha tenido oídos para percibir en él una nueva fórmula del arte, del propósito, de la tarea de Wagner; en cambio no se oyó lo que de valioso encerraba en el fondo ese escrito. «Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de con qué lo superaron. Precisamente la tragedia es la prueba de que los griegos no fueron pesimistas: Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo. Examinándolo con cierta neutralidad, El nacimiento de la tragedia parece un escrito muy intempestivo: nadie imaginaría que fue comenzado bajo los truenos de la batalla de Wörth. Yo medité a fondo estos problemas ante los muros de Metz, en frías noches de septiembre, mientras trabajaba en el servicio de sanidad; podría creerse más bien que la obra fue escrita cincuenta años antes. Es políticamente indiferente –no «alemana», se dirá hoy–, desprende un repugnante olor hegeliano, sólo en algunas fórmulas está impregnada del amargo perfume cadavérico de Schopenhauer. Una «idea» –la antítesis dionisiaco y apolíneo–, traspuesta a lo metafísico; la historia misma, vista como el desenvolvimiento de esa «idea»; en la tragedia, la antítesis superada en unidad; desde esa óptica, cosas que jamás se habían mirado cara a cara, puestas súbitamente frente a frente, iluminadas y comprendidas unas por medio de otras. La ópera, por ejemplo, y la revolución. Las dos innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la comprensión del fenómeno dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera sicología de ese fenómeno, ve en él la raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates, reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como décadent típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La racionalidad a cualquier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo, hostil silencio contra el cristianismo. Éste no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco se alcanza el límite extremo de la afirmación. En una ocasión se alude a los sacerdotes cristianos como una «pérfida especie de enanos», de «subterráneos».
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Este comienzo es extremadamente notable. Yo había descubierto el único símbolo y la única réplica de mi experiencia más íntima que la historia posee, justo por ello había sido yo el primero en comprender el maravilloso fenómeno de lo dionisiaco. Asimismo, por el hecho de reconocer a Sócrates como décadent había dado yo una prueba totalmente inequívoca de que la seguridad de mi garra psicológica no es puesta en peligro por ninguna idiosincrasia moral: la moral misma entendida como síntoma de décadence es una innovación, una singularidad de primer rango en la historia del conocimiento. ¡Con estas dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de mentecatos, sobre optimismo contra pesimismo! Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenerativo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza ( el cristianismo, la filosofia de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia. Este sí último, gozosísimo, exuberante, arrogantísimo dicho a la vida no es sólo la intelección suprema, sino también la más honda, la más rigurosamente confirmada y sostenida por la verdad y la ciencia. No hay que sustraer nada de lo que existe, nada es superfluo; los aspectos de la existencia rechazados por los cristianos y otros nihilistas pertenecen incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valores, que aquello que el instinto de décadence pudo lícitamente aprobar, llamar bueno. Para captar esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acercamos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es lícito osar ir hacia delante, exactamente en la medida de la fuerza. El conocimiento, el decir sí a la realidad, es para el fuerte una necesidad, así como son una necesidad para el débil, bajo la inspiración de su debilidad, la cobardía y la huida frente a la realidad, el «ideal». El débil no es dueño de conocer: los décadents tienen necesidad de la mentira, ella es una de sus condiciones de conservación. Quien no sólo comprende la palabra «dionisiaco», sino que se comprende a sí mismo en ella, no necesita ninguna refutación de Platón, o del cristianismo, o de Schopenhauer , huele la putrefacción.
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Cómo se llega a ser lo que se es
KlasikFriedrich Nietzsche Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es (alemán: Ecce homo. Wie man wird, was man ist, 1888) es uno de los últimos libros del filósofo alemán Friedrich Nietzsche y está considerado como uno...